Rescatan el arte que el mundo donó a Allende
Hay obras de artistas como Miró, Chillida, Gerstein, Motherwell, Tetsuya Noda y Zegrí
Amedio siglo de la aparición de algunos libros emblemáticos del llamado “boom de la literatura latinoamericana”, pero también del medio siglo de la relación entre ese movimiento literario y la Revolución cubana, el crítico e historiador Rafael Rojas está convencido de uno de los ejes de su más reciente libro, La polis literaria. El boom, la revolución y otras polémicas de la guerra fría: “La literatura es política de principio a fin, tiene orígenes políticos y destinos políticos.
“La literatura y las poéticas literarias, la estrategia estética de todo escritor, se construyen en un mundo político: de los debates de esa vida, a partir del posicionamiento de cada escritor, y como reconocen la mayoría de los críticos, ya sea liberales o marxistas, la literatura como obra o como producto, se pone a circular de manera política, porque busca un contacto inmediato con un público y mueve ideas en esa interacción”.
Al tener acceso a algunos archivos de los principales escritores que formaron parte de ese movimiento literario —Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez, por mencionar solo a algunos—, el catedrático del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) encontró a la Revolución cubana como el fenómeno político que está en el trasfondo histórico de aquellas poéticas, “de aquellas estrategias de escritura”.
Así, una de las historias que Rojas encontró en el acceso a esos documentos es la compleja relación de García Márquez con la Revolución cubana, en especial porque existe el lugar común de que el escritor siempre fue amigo de la revolución, siempre fue amigo de Fidel.
“Se ha dicho que era un aliado acrítico de la Revolución cubana y el libro sostiene otra cosa, basado en las múltiples tensiones que hay entre Gabo y la burocracia cultural cubana, y las críticas que el propio García Márquez sostiene en muchas de sus intervenciones, especialmente en algunos artículos sobre la cuestión del socialismo en la Europa del Este, la situación de la izquierda en América Latina y especialmente en Cuba”. Uno de los datos que se expone de manera más clara en La polis literaria (Taurus, 2018) es que García Márquez siempre fue amigo y colaborador muy estrecho de las revistas Mundo nuevo y Libre, atacadas desde La Habana como revistas de la CIA, explica Rojas, autor de Tumbas sin sosiego o Las repúblicas del aire.
“Otro ejemplo: al reconstruir los debates entre los grandes escritores del boom y la Revolución cubana, encontramos que el primero de los escritores rechazados por la oficialidad cubana es Carlos Fuentes, no es ningún otro, desde 1966 cuando se suma al proyecto Mundo Nuevo, que dirigía Emir Rodríguez Monegal, en París. “Y Fuentes, como parte de ese grupo fundador, viajó a Nueva York a un encuentro del Pen Club, con Pablo Neruda, y después hizo unas declaraciones en las que llamaba a enterrar la guerra fría en la literatura, que provocaron una gran irritación en La Habana y generaron los primeros ataques contra el escritor”.
El volumen apuesta por ofrecer una nueva mirada acerca de los escritores del boom, en especial las poéticas y luchas intelectuales y sociales de esa literatura alrededor de la Revolución cubana, en donde aparecen Cortázar, Roa Bastos, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes o Paz, pero también una buena cantidad de intelectuales cubanos de adentro y de afuera. “Un tiempo en el que se apoyaba a la Revolución cubana porque se creía absolutamente en ella, y el compromiso demandaba lealtad a Castro, no solo de la Revolución cubana, sino de toda la izquierda latinoamericana. Creo que los escritores del boom quiebran ese pacto”, a decir de Rojas.
Aunque se trata de un tema muy tratado desde una perspectiva literaria y de los estudios culturales, La polis literaria busca ser una especie de respuesta a lo que, desde su perspectiva, empieza a adquirir un nuevo vigor, sobre todo desde la historia política, debido a la revaloración que se está haciendo del fenómeno de la guerra fría en AL, “que nos saca un poco de la polarización que marcó el tratamiento de ese tema durante muchas décadas”.
El bombardeo al Palacio de la Moneda en Santiago de Chile durante el golpe militar de 1973 no solo acabó con el proyecto político de Salvador Allende, sino también con una iniciativa artística que buscaba crear un museo “para el pueblo” con obras donadas por artistas de todo el mundo.
Allende comenzó esta empresa en 1971 con un enfoque totalmente innovador, ya que buscaba crear un espacio de expresión amplio con una fuerte mirada “ética y estética” mediante la recopilación de trabajos de cientos de autores que simpatizaban con la “vía chilena del socialismo”.
Sin embargo, muchas de esas obras, en concreto las donadas entre 1972 y 1973, nunca llegaron a su destino final y fueron depositadas clandestinamente en los almacenes del Museo Nacional de Bellas Artes hasta el año 2017.
Ahora, 47 años después, el Museo de la Solidaridad Salvador Allende (MSSA) muestra 43 de estas donaciones provenientes de Suiza, Estados Unidos, Francia y Japón, formadas tanto por trabajos gráficos, como pictóricos y escultóricos.
En ella se enmarcan creaciones como la del expresionista abstracto Robert Motherwell, las serigrafías de Tetsuya Noda o el fondo “Armando Zegrí”, perteneciente al escritor chileno del mismo nombre que instaló en 1953 una de las primeras galerías de arte latinoamericano en Nueva York.
Estas piezas se unirán a las más destacadas de la colección del museo, entre las que destacan las de Joan Miró, Eduardo Chillida y Noemí Gerstein, que fueron expuestas en una de las tres exhibiciones que el museo alcanzó a realizar hasta su caída en 1973.
El objetivo de la institución es “conjugar arte y política” para dar vida al proyecto pionero de Salvador Allende, dice la directora del MSSA, Claudia Zaldívar, quien con la entrada del régimen militar de Augusto
“La literatura como obra o como producto se pone a circular de manera política”
Pinochet (1973-1990), tuvo que vivir en el exilio hasta el inicio de la década de los 90.
“El éxito de la idea inicial del Museo de la Solidaridad fue crear una red de artistas e intelectuales de izquierda a nivel internacional que luego siguió viva con otras causas posteriores como fueron la palestina, la nicaragüense o la lucha contra el Apartheid”, indicó Zaldívar. A través del trabajo de las embajadas, las obras de arte podían recorrer el mundo sin caer en las manos de los censores, y el museo acabó convertido en una institución itinerante en constante crecimiento.
De este modo, el regalo que Allende (1970-1973) quería hacerle al pueblo chileno acabó convertido en un ideal de corte colectivista que buscó, mediante el arte, denunciar las situaciones de injusticia social en todo el planeta.
Un planteamiento que, continuó Zaldívar, entiende el arte no como “un objeto lindo para colocar en el salón”, sino como un ejercicio de análisis que sirve para “poner sobre la mesa cuestiones como la escasez del agua, la inmigración o la falta de utopías en la sociedad moderna”; en definitiva, “los conflictos contemporáneos”.
Por ello, el edificio que aloja al museo y que sirvió como centro de torturas durante la oscura época militar alberga una triple exposición que comprende las tres etapas que sufrió el proyecto: su creación, su diáspora forzada por el miedo a la represión y su posterior regreso a Chile.
Además, existe un espacio más íntimo para la promoción de obras contemporáneas bajo temáticas contingentes que al día de hoy está ocupado por el proyecto “Ciudad Negra”, del artista chileno Víctor Hugo Bravo.