La gran ilusión nacional de un cambio
No hay casi punto final a unas prácticas de corrupción. De pronto, el futuro mandatario de la nación nos avisa que todo esto va a cambiar. La promesa es fabulosa. Esperemos, para ver qué nos dice el tiempo
Hay que decirlo: el Presidente electo es auténticamente austero en sus modos
La luna de miel de Obrador va a durar un buen tiempo: muchas de las medidas que propone le gustan realmente al respetable y sólo falta que comiencen a aplicarse. Lo de la austeridad, por ejemplo, arremete contra los usos y costumbres de una casta gobernante que, hasta ahora, se ha solazado insolentemente en los excesos. Pagarán justos por pecadores, es cierto, porque la reducción de los emolumentos de los funcionarios (recuperemos el significado original de las palabras, por favor, y dejemos de atribuir a los trabajadores de la función pública —de ahí el término, justamente— una condición automática de potentados porque estamos hablando de una categoría amplísima que incluye desde el encargado de la limpieza hasta el secretario de Estado) va a afectar directamente la economía de miles de hogares, pero ya no veremos, de manera paralela, a los hijos de nuestros ministros custodiados en las discotecas por guardaespaldas ni a las mujeres de los gobernadores abordando helicópteros para sus viajes de placer —o por lo menos eso esperamos—.
Al próximo primer mandatario de México, al parecer, no le emboban los lujos ni le tientan los dispendios. No es poca cosa porque uno de los sellos distintivos de los hombres del poder es el afán de dinero: esos mismísimos autócratas que promulgan fieramente las supremas bondades de las “revoluciones” y que pretenden representar en exclusiva los intereses del “pueblo” se sirven con la cuchara grande en lo que toca a prerrogativas y beneficios desaforadamente materiales, precisamente aquellos que les niegan a sus empobrecidos habitantes. Pretextan causas superiores, desde luego, y se sirven de las más pendencieras demagogias para engatusar a sus súbditos mientras que brindan con champán, disfrutan sus fastuosas mansiones y le agencian carísimos trapos de marca a la prole. O sea, que todo termina reduciéndose a eso, a lo mismo de siempre: las bondades del dinero contante y sonante.
No es el caso de nuestro futuro presidente de la República, hay que decirlo. El hombre es auténticamente austero en sus modos y pretende hacer de su frugalidad personal un ejemplo para todos sus colaboradores en el aparato del Gobierno. Peca de voluntarismo, es cierto, porque los alcances de la ejemplaridad son naturalmente limitados cuando lo que está en juego es una práctica universalizada en nuestro ejercicio de lo público: no es mínimamente viable que los más conspicuos individuos de una casta de corruptos vayan a desear siquiera regenerarse para renunciar espontáneamente a sus mercedes de siempre siendo, encima, que muchísimos de ellos están ahí precisamente para eso, para obtener provechos.
Una simple mirada a la propuesta toral de Obrador —el combate a la corrupción— basta para advertir la descomunal dimensión de la empresa: no estamos hablando de un cambio cosmético ni mucho menos sino de una transformación total de la vida pública en México. En este sentido, la tarea es simplemente titánica, más allá de que el candidato de Morena haya podido centrar su discurso a los votantes en el tema que más descontento social provoca y que esos mismos electores no hayan siquiera cuestionado las posibilidades reales de alcanzar resultados.
Pero, al final de camino lo que importará es que esa gran reconversión tenga lugar. Lo repito, la benevolencia de los ciudadanos no se esfumará a las primeras de cambio porque la naturaleza misma del propósito ha engendrado muy sólidas resonancias en una población desbordada por el hartazgo: qué mayor expectativa pudiéremos tener los mexicanos que la de contar con un Gobierno globalmente honesto, dispuesto a ejercer con transparencia los recursos del erario.
Ahora bien, hemos conllevado, desde la fundación misma de nuestro Estado, las deletéreas secuelas de rapiñas y saqueos perpetrados sin cese. Tal ha sido el sello prácticamente indeleble de lo público en este país. Y, ahora mismo, el inspector de tal o cual dependencia se persona para “detectar” la más mínima deficiencia en el equipamiento de un negocio y, tras amenazar con desmedidas y engorrosas sanciones, se embolsa desfachatadamente el dinero que el intimidado patrón le ofrece para no lidiar con el brete de unos trámites absurdamente embrollados; el policía extorsiona y, llegado el caso, roba él mismo o es cómplice de una banda de delincuentes y señala al ciudadano que ha denunciado un secuestro; el encargado de asignar contratos de obra pública exige al empresario un porcentaje para conseguir construcciones; el dueño de un servicio de mensajería logra, a punta de sobornos, la monopólica distribución de todos los envíos de un Gobierno estatal…
No hay casi punto final a unas prácticas de corrupción tan generalizadas en México como aceptadas socialmente. De pronto, el futuro mandatario de la nación nos avisa que todo esto va a cambiar. La promesa es fabulosa. La ilusión es también enorme. Esperemos, para ver qué nos dice el tiempo.