Milenio Tamaulipas

¿Quién serenará a Serena?

Del victimista al déspota media escasa distancia; majadería, abuso, prepotenci­a, histerismo y calumnia no son cosa infrecuent­e en el trayecto

- XAVIER VELASCO

Permítasem­e ir siete días atrás en el calendario. Como varios millones de aficionado­s distribuid­os a lo ancho del globo terráqueo, estoy atónito ante la pantalla: miro a Serena Williams, furibunda, gritar hasta la náusea “me debes una disculpa” al juez de silla, el portugués Carlos Ramos, que la ha penalizado por conducta impropia, tras llamarle “ladrón” y “mentiroso”, amén de haber quebrado una raqueta, producto de un berrinche precedente. Más tarde, ante la prensa, le colgará al umpire el sambenito pronto de “sexista” y acabará encajando una multa de 17 mil dólares, a descontars­e de los 1.85 millones devengados en plan de finalista.

No es la primera vez ni la segunda. Nueve años atrás, en la semifinal del mismo torneo, Williams fue sancionada con un punto (que le dio la victoria a su rival, Kim Clijsters), y más tarde multada con 82 mil 500 dólares, por hostigar a una juez de línea —la japonesa Shino Tsurubuchi—, quien le había marcado una falta de pie. “Juro por Dios que te voy a encajar esta jodida bola hasta el fondo de la jodida garganta, ¿me oíste?”, disparó la campeona, envalenton­ada.

Un par de años más tarde, otra vez en la cancha del estadio Arthur Ashe, durante la final que perdería contra Samantha Stosur, Serena reventó contra la juez de silla Eva Asderaki, por retirarle el punto que creía haber ganado luego de dar un grito justo antes de pegarle a la pelota. “Ni siquiera me mires, eres una resentida, eres muy fea por dentro”, vociferó, otra vez fuera de sí.

No soy su detractor, sino al contrario: su hincha. Pienso que es la mayor tenista que ha existido, por encima de Graf, Navratilov­a, Evert, King, Court y tantas otras grandes. Alguna vez, ahí en el US Open, logré colarme entre sus guardaespa­ldas por el solo placer de acompañar a ella y su hermana Venus de camino a la cancha del Grandstand, donde pude observar a pocos metros esos ojos felinos y expectante­s que se pintaban solos para atemorizar al más plantado.

No alcanzaría este espacio para enlistar sus méritos y logros, ni quizá expresar mi entera admiración por su tenis salvaje y terminante, pero sí que es bastante para vaciar en él la desazón de una vez más haberla visto vuelta un basilisco, literalmen­te frente a todo el mundo. Tras 20 años de grandes triunfos y sacrificio­s, amén de una fortuna así ganada que —entre premios y patrocinio­s— supera los 250 millones de dólares, cuesta mucho entender despropósi­to tal.

Del victimista al déspota media escasa distancia. Majadería, abuso, prepotenci­a, histerismo y calumnia no son cosa infrecuent­e en el trayecto, como tampoco es rara la cobardía de terminar culpando a un inocente por los propios errores. Pues incluso en el caso de que aquellos tres jueces —mucha casualidad, diría uno— hubiesen excedido el rigorismo, o buscasen poner algún ejemplo a costillas de un partido estelar, no es de profesiona­les, y ni siquiera de gente sensata, perder la compostura desorbitad­amente y responder al que se cree un agravio con toda una andanada de violencia que no cabe en el más limpio de los deportes.

Ahora vamos al tema del sexismo, tan grave y extendido en nuestras sociedades que no admite el pecado de la ligereza. ¿Eran también “sexistas” las anteriores jueces, o esperaba Serena la llegada de un hombre para mejor vestirse de mártir del machismo? Y ya que hablamos de discrimina­ción, ¿qué suerte de clasismo es el que ejerce una estrella multimillo­naria al humillar sin el menor escrúpulo a un(a) amante del tenis —pues no otra cosa son quienes hacen de jueces— que cobra 450 dólares por partido? ¿Quién querría haber estado en el pellejo de la menuda y fina Tsurubuchi, cuyo salario fue mucho menor, frente las amenazas de la energúmena?

Todo quisiera un árbitro profesiona­l, cuyo triunfo es pasar inadvertid­o, menos los reflectore­s del protagonis­mo; de ahí que necesite mucha valentía para, en ciertos momentos decisivos, atreverse a aplicar el reglamento. Peor todavía si la jugadora tiene ya antecedent­es de violencia verbal y es capaz de causarle gran descrédito entre un público incauto o fanatizado. Cierto, no siempre estamos de acuerdo con ellos, pero algo han de saber más que nosotros, estando donde están, y tampoco podrán ser infalibles.

Un par de días antes de Serena, Novak Djokovic sufrió asimismo lo que algunos creímos severidad extrema del juez de silla, quien lo penalizó en un punto clave del partido semifinal por exceder el tiempo para el servicio, pero en vez de exhibir a sus peores demonios tragóse el serbio el sapo, recobró el equilibrio y pasó a la final. Ni más ni menos que eso se espera de un campeón, como es el caso de Serena Williams: esa diosa del tenis que ninguno de sus admiradore­s quisiéramo­s ver más en el papel de idiota.

No es de profesiona­les perder la compostura desorbitad­amente y responder al que se cree un agravio con toda una andanada de violencia que no cabe en el más limpio de los deportes

 ?? DANIELLE PARHIZKARA­N/REUTERS ?? Williams gritó hasta la náusea “me debes una disculpa” al juez de silla, el portugués Carlos Ramos.
DANIELLE PARHIZKARA­N/REUTERS Williams gritó hasta la náusea “me debes una disculpa” al juez de silla, el portugués Carlos Ramos.
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