La Corte de la cuarta
Que esté bien el máximo tribunal no significa que la justicia viva un buen momento; al contrario, es una de las debilidades del cuerpo nacional, aunque no sea imputable al primero, y funcionarios de la Judicatura se han visto involucrados en escándalos de corrupción, aunque esto es excepción
El Presidente debe hilar fino en su relación con la Corte. Equivocarse conlleva dos efectos: dejar que sus enemigos históricos del frente político hagan del máximo tribunal medio para sabotear el proyecto en curso al amparo de las facultades que le corresponden como intérprete de la Constitución y garante de la legalidad de todo acto de autoridad. El otro efecto es unificar en su contra lo que ahora está dividido entre conservadores y renovadores.
Quien más sabe de la Corte en su equipo, la ex ministra Olga Sánchez Cordero, es la menos habilitada para entender la dinámica política y el movimiento de López Obrador respecto al Poder Judicial Federal. La secretaria de Gobernación es parte interesada y eso sirve para la interlocución hacia sus afines, lamentablemente en lo fundamental son quienes están del otro lado de la acera del Presidente.
La Corte de siempre ha tenido integrantes de gran valor. El jurista Diego Valadés es de lo mucho rescatable del pasado. El primer presidente de la nueva Corte, Vicente Aguinaco fue clave en la consolidación del máximo tribunal y para mantener distancia de los muchos intereses que pretenden influir en la justicia. David Góngora Pimentel fue un buen presidente y espléndido jurista, de una honestidad intelectual y profesional ejemplar, reputación minada por un asunto personal y cobrado en exceso.
México tiene una buena Corte pero debe actualizarse. José Ramón Cossío deja un gran un precedente por todo lo que hizo y representa. Fernando Franco, Alfredo Gutiérrez, Arturo Zaldívar, Javier Laynes han enriquecido a la Corte con una formación de excelencia externa al Poder Judicial, de la misma manera que mucho aportan quienes tienen como origen el propio tribunal: Pardo Rebolledo (nieto de un ex presidente de la Corte), Margarita Luna, Norma Piña y el actual presidente Luis María Aguilar.
Que esté bien la Corte no significa que la justicia viva un buen momento. Al contrario, es una de las debilidades del cuerpo nacional, aunque no sea imputable al máximo tribunal. Lo que sí le atañe es socializar la democracia constitucional, que la protección no sea para los privilegiados. Además, la Corte no ha sido inmune al nepotismo. Funcionarios importantes del Consejo de la Judicatura se han visto involucrados en escándalos de corrupción. Sin embargo, esto es excepción y en la Corte hay un sentido de probidad que no existe en el gobierno, mucho menos en el Poder Legislativo.
En dos decisiones se dirime el futuro de la Corte: la designación de su presidente y el nombramiento de la vacante de José Ramón Cossío. Alfredo Gutiérrez es una de las opciones, con méritos suficientes por biografía y el rigor de su desempeño; sin embargo, concita los intereses que más se resisten al cambio y a la pretensión externa de políticos relevantes de antaño para hacer del tribunal un medio para anular al presidente López Obrador. La renovación la representa Arturo Zaldívar, quien habría de tener una relación constructiva con el Ejecutivo, a la vez de que haría valer la independencia y autonomía del Poder Judicial no solo respecto al Presidente, sino a los intereses que buscan utilizar a la justicia para sus propios fines.
Bajo la misma consideración de renovación, el Senado en su pluralidad debe apoyar la propuesta de Juan Luis González Alcántara; sus credenciales acreditan la más rigurosa honestidad y calidad profesional. No fue un acierto incorporar en la terna ex militantes o candidatas del partido gobernante. El Presidente tiene derecho, como en cualquier democracia, a presentar propuestas consecuentes con su filosofía política, pero no de militancia partidaria. En el Poder Judicial debe haber mayor presencia de mujeres, pero no en esta coyuntura, por lo mucho que está de por medio.
La autonomía no debe servir para resistirse a la transformación, tampoco para frenar en lo interno y en el país el cambio que la sociedad demanda.
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