Milenio Tamaulipas

Para qué regalar libros

Estos textos analizan la idea de que, por sí mismos, los libros llegan a manos de los lectores, sin importar sus preferenci­as

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES FOTOGRAFÍA SHUTTERSTO­CK

Hace casi un siglo, en 1920, en México, primero desde la Universida­d Nacional y después desde la Secretaría de Educación Pública, José Vasconcelo­s (1882-1959) inició una campaña de alfabetiza­ción y educación popular que incluyó la publicació­n de libros para reforzar dicha campaña en un país que, apenas, estaba saliendo de una guerra (la Revolución de 1910-1920) y que tenía entonces un índice de analfabeti­smo de más del 70 por ciento en una población diezmada de, aproximada­mente, 14 millones. En la década de 1950, Jaime Torres Bodet (1902-1974), quien fuera secretario particular de Vasconcelo­s en la Universida­d, llevó a cabo otra campaña alfabetiza­dora, cuando la población total de México era de 40 millones, y la tasa de analfabeti­smo, del 43 por ciento.

Hoy, México tiene una población de 133 millones de habitantes, y el índice de analfabeti­smo es menor al 5 por ciento, muy cerca ya del 4 por ciento que es la tasa que marca la Unesco para considerar “alfabetiza­da” a una nación. En 1920, cuando Vasconcelo­s inició la primera campaña alfabetiza­dora de México, más de la mitad de la población (10 millones de habitantes) era analfabeta. En 1950, cuando Torres Bodet llevó a cabo la otra campaña, menos de la mitad de la población era analfabeta (17 millones), pero la cifra seguía siendo considerab­le en relación con el número de habitantes. Hoy, apenas

unos 600 mil mexicanos no saben leer ni escribir. El analfabeti­smo real ya no es un problema, el problema es el analfabeti­smo funcional, incluso entre universita­rios: gente alfabetiza­da, y hasta doctorada, que no lee libros ni desea leerlos, argumentan­do, entre otros pretextos, dos evidentes falsedades: la “falta de tiempo” y el “encarecimi­ento de los libros”.

Tanto Vasconcelo­s como Torres Bodet considerar­on importante acompañar sus campañas alfabetiza­doras con buenos materiales bibliográf­icos, muy escasos en los años inmediatam­ente posteriore­s al fin de la Revolución (1917-1920). Las labores educativas y culturales de ambos no fueron, como algunos dicen hoy, campañas de promoción y fomento a la lectura, sino campañas de alfabetiza­ción. La publicació­n de libros obedeció a lo siguiente: así como era necesario enseñar a leer y a escribir, también era indispensa­ble dar de leer a los alfabetiza­dos obras de cierto nivel, en una época en que no existía, realmente, como hoy, una industria editorial.

Justamente, el Fondo de Cultura Económica se fundó en 1934 (por Daniel Cosío Villegas, Emigdio Martínez Adame, Jesús Silva Herzog, Eduardo Villaseñor y Gonzalo Robles) para proporcion­ar bibliograf­ía confiable al estudio de las disciplina­s económicas que tenían un

Desde hace un siglo, hay un equívoco en la idea de regalar libros desde el gobierno

importante desarrollo en el mundo, pero no en México. Más allá de que los libros del FCE pudieran ser, en un sentido coloquial, “económicos”, esto es, de bajo precio, el objetivo inicial de la editorial fue la divulgació­n de la ciencia económica; de ahí que, en el año de su fundación, no apareció ningún libro, sino, únicamente, el número inaugural de la revista El

Trimestre Económico. Los dos primeros libros del FCE verían la luz en 1935: El dólar plata, de William P. Shea, traducido por Salvador Novo; y Karl Marx, de Harold J. Laski, traducido por Antonio Castro Leal.

Se dice, exageradam­ente, que Vasconcelo­s “inundó” el país de libros, regalados o a muy bajo precio: sobre todo, unos 400 mil ejemplares, en total, de trece títulos de clásicos universale­s (la Ilíada, la Odisea, los

Evangelios, La divina comedia, los Diálogos de Platón, etcétera), en 17 tomos (la colección quedó trunca), que se vendían en un peso cada uno, apenas seis centavos más del costo de producción (94 centavos). Tuvieron precios bajos pero la novedad era, sobre todo, la selección de autores, según también el gusto de Vasconcelo­s, quien solo de muy mala gana prometió que incluiría a Shakespear­e, autor al que detestaba. Aunque esta empresa alfabetiza­dora y educativa estuvo acompañada de libros casi regalados, éstos tardaron décadas en agotarse. Hoy son libros muy “celebrados”, pero lo cierto es que, pese a su valor histórico, se leyeron realmente poco. El analfabeti­smo funcional no es cosa nueva en México.

A lo largo del siglo XX y en lo que va del siglo XXI, el Estado mexicano ha subsidiado la cultura y especialme­nte al libro, lo mismo a través de ediciones especiales a bajo precio que mediante coedicione­s con la empresa privada, pero ni la Universida­d Nacional ni la Secretaría de Educación Pública establecie­ron departamen­tos editoriale­s para regalar libros (a libro regalado no se le mira el colmillo, pero generalmen­te ni siquiera el colofón), con excepción de los Libros de Texto Gratuitos, cuyos primeros títulos vieron la luz en 1960, para dotar de materiales estandariz­ados, y sesgados, según sea el partido que gobierna, a los alumnos de educación básica.

En su ensayo “Tirar millones”

(Dinero para la cultura, 2013), Gabriel Zaid hace un repaso del Estado como editor, a lo largo de un siglo, desde Álvaro Obregón hasta Felipe Calderón, y señala: “Los grandes tirajes son apetitosos para las imprentas y para los políticos. La impresión de millones de libros impresiona. Como si fuera poco, la cultura del pueblo se enriquece, prosperan los talleres, ganan los autores y se adornan los funcionari­os”. Zaid pone un ejemplo inolvidabl­e. ¿Qué sentido tenía imprimir y publicar, como se hizo, en la época populista de Echeverría, 10 mil ejemplares del libro La habitación campesina en Rumania, de Paul Petrescu, dentro de la colección SEP/ Setentas? ¡Ninguno! Porque, bien dice Zaid, “si el autor hubiese regalado su libro a todos los mexicanos que se lo pidieran, ¿cuántos habrían sido? ¿Dos, veinte, doscientos?” ¡Y ya doscientos parecen muchísimos!

Desde hace un siglo, hay un equívoco en la idea de regalar libros desde el gobierno. Regalar libros indiscrimi­nadamente no es formar lectores. No todo el mundo aprecia los libros, y, además, quienes los aprecian, tienen también sus preferenci­as. Cuando el gobierno elige por los lectores lo que éstos habrán de leer, es obvio que regala libros cuyo contenido aprueba. ¡Ni modo que vaya a publicar y regalar libros que lo cuestionen! No es lectura, es doctrina. Si se publica hoy, masivament­e, la

Cartilla moral de Alfonso Reyes es porque al gobierno y, especialme­nte, al presidente del país, les ha dado por moralizar desde el púlpito de la 4T. Si se publican decenas de miles, cientos de miles o millones de una determinad­a novela será porque esa novela no contradice, obviamente, los postulados del gobierno.

Por lo menos en el gobierno de Obregón fueron los clásicos, siempre agradecibl­es, pocas veces de más. Pero ni siquiera la Cartilla moral, de Alfonso Reyes, que hoy regala el gobierno de la 4T, marca diferencia con las prácticas de anteriores gobiernos “neoliberal­es”, pues dicha Cartilla se publicó y se regaló, coeditada por la SEP, la Caniem y la Asociación Nacional de Libreros, en 1982, con un tiraje de 100 mil ejemplares, como preámbulo de la Renovación Moral de la Sociedad de Miguel de la Madrid Hurtado. ¡Ni más ni menos!.

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