Suprema Corte: ¿oposición o contrapeso?
El rol de un tribunal constitucional en una democracia radica en la defensa de la Constitución como garantía fundamental del respeto al estado de derecho. Esta función asignada a los jueces constitucionales se sustenta en los principios de división de poderes e independencia judicial, y se ejerce principalmente mediante el establecimiento de límites al ejercicio del poder, tanto para proteger el diseño institucional, como para salvaguardar los derechos humanos de las personas; condición esencial para la vigencia de la democracia.
A su vez, la labor de defensa de la Constitución supone su interpretacióncomomodelodevidaparalacomunidadpolítica, lo que implica contribuir a su vigencia efectiva; tarea que resulta particularmente importante tratándose de una Constitución como la nuestra, amplia en derechos prestacionales y clara en su visión de justicia social.
Así, en su carácter de guardianes de la Constitución, los jueces constitucionales están llamados muchas veces a oponerse, mediante sus fallos, a las mayorías legislativas; a restablecer los equilibrios en la distribución del ejercicio del poder; a dar contenido preciso a los postulados constitucionales; a desarrollar los derechos humanos, así como a diseñar remedios estructurales que permitan superar situaciones generalizadas de incumplimiento a la Constitución y, en este sentido, he sostenido reiteradamente que son agentes de transformación social.
Los jueces constitucionales son, de esta manera, indispensables para preservar la gobernabilidad necesaria en un estado de derecho, pero entre las tareas que les corresponde, de ninguna manera está la de erigirse en opositores a un gobierno. No es su función sustituirse a los partidos políticos de oposición, combatir o contrarrestar el discurso público, ni aliarse con quienes se oponen a una determinada forma de gobernar.
Ciertamente, la oposición política es central a la democracia en tanto alienta el debate y la deliberación en la toma de decisiones y, en tal sentido, la Constitución reconoce la importancia de los partidos políticos como entidades de interés público y otorga garantías para su funcionamiento.
Pero a los tribunales constitucionales no corresponde ser canales de expresión de quienes se inconforman con el gobierno, ni hacer eco de las causas opositoras. No sería sensato para ellos participar en el discurso público, pronunciándose respecto de la actuación de los actores políticos, condenando o rechazando declaraciones de cualquier tipo.
En nuestra ingeniería constitucional, los jueces deben hacer realidad, a través de sus sentencias, los ideales de la Carta Magna, así como preservar los equilibrios que ésta establece, lo cual se desvirtuaría si se asumieran como voces autorizadas para criticar la actuación oficial o plantear alternativas a un programa de gobierno, lo que lejos de abonar al pluralismo, debilitaría los controles diseñados para permitir que éste florezca.
Así, la defensa de la Constitución que corresponde a la Suprema Corte no se da en la arena de la política partidista ni del debate mediático, ni mucho menos a través de la confrontación con los otros poderes del Estado, sino a través del control que ejerce sobre las normas y actos que éstos emiten, el cual a su vez descansa en la legitimidad social derivada de la percepción de que actúa con independencia e imparcialidad.
En este sentido, la independencia judicial se ejerce día con día, a través de los fallos que se dictan en el marco de un sistema coherente de precedentes y con base en argumentos que se perciban como apegados a derecho; no a través de declaraciones o posicionamientos políticos.
Quienes demandan que la Corte se enfrente a los otros poderes y reaccione al discurso público no entienden el sentido de lo que es ser un contrapeso. En el paradigma constitucional, el único poder con el que cuentan los jueces es el de sus sentencias y éstas solo tienen peso cuando hay confianza en el sistema judicial. La función de la Corte es crear las condiciones para que esto sea posible. Abanderar la causa de la oposición política desnaturalizaría la función de la Corte, debilitaría nuestra democracia y pondría en riesgo la gobernabilidad.
La oposición política es central a la democracia en tanto alienta el debate y la deliberación