El deterioro funcional
En un país con razones para detestar su pasado político es natural que, bajo la promesa de un mejor presente o su aparente solución temporal, se le reste atención a lo que deteriora aspectos poco tangibles del futuro. La extensión de la prisión oficiosa, el uso de la tribuna para ejercer la ley de la sospecha y la inclinación irrestricta a las consultas populares tienen un denominador común. Construir la verdad a través del consenso, por definición manipulable, corre el riesgo de afectar nuestra ya muy mancillada relación con el estado de derecho y los instrumentos democráticos.
El deterioro de un país puede ser menos evidente que los augurios de desastre, tan comunes en la precariedad del discurso político mexicano. La calidad del debate público puede reducirse de forma sigilosa y más allá de la intención, cuando en la balanza de urgencias no se cuida o se abren vulnerabilidades a largo plazo.
Hay una tendencia a transformar la popularidad en argumento dador de validez a acciones que comprometen el ideario de piso común, con el que México tiene gigantescos pendientes. La aceptación de la prisión preventiva oficiosa parece cobijarla de un peligroso halo de indiscutibilidad. Los matices no importan si solo se recurre a gene- ralidades, pero el nuestro es un país apenas gobernable desde sus matices. En la lógica donde la verdad se impone por cuántos creen que algo es cierto, las acusaciones a funcionarios y la aplicación, fuera de normas, de consultas populares, se imponen a expensas del carácter con el que discutimos al Estado. Ese que debería estar sobre los intereses de unos u otros. Por ejemplo, si el Estado no se sitúa por encima, incluso de sus mayorías, sería complicada la existencia de la laicidad en un país abrumadoramente creyente.
La naturaleza del estado de derecho es una lucha constante contra su fragilidad. Cualquier proyecto de gobierno cambia bajo las reglas de la democracia, por eso el estado de derecho debe fortalecerse continuamente si quiere ser inmune al ir y venir de individuos y de preferencias. No es lo mismo fortalecer el Estado que a su aparato.
Si la acusación se transforma en piedra angular de nuestra legalidad y no en el componente de lo que se deberá probar, el Estado mismo será el que renuncie a su dignidad. Conocemos de esto. La corrupción, el gran flagelo de este país, solo podrá ser combatida desde la verdad y no con la convicción de una verdad, que, incluso si todos los indicios apuntan a ella, es necesario comprobar.
Si se cree que una política es positiva solo por su número de apoyos, ¿qué le impide a un país volver a los tiempos de barbarie, cuando se aplaudían en masa los cortes de las guillotinas?
Si el límite de lo permisible se encuentra en la autoridad moral y no en la ley, es posible votar la construcción de una termoeléctrica o lo que se antoje, sin importar que su consulta haya sido desechada por el órgano que debería aplicarla. ¿Por qué no se hará lo mismo en casos más arriesgados? La democracia es tan frágil que no debemos devaluarla.
El deterioro no siempre es una serie de eventos palpables, también existe cuando una sociedad se acostumbra a los procesos que permiten su eficaz disfuncionalidad.