Fernando Escalante
“La polarización no es nueva, fue una de las claves del régimen de transición”
La vida pública del país es un pantano desde hace al menos dos años largos. Argumentos estancados, ideas, posturas estancadas. De modo que es casi imposible llevar una conversación razonable, que conduzca a alguna parte. Y los provocadores son los que ponen el tono porque, a falta de otra cosa, suben el volumen.
La polarización no es nueva, fue una de las claves del régimen de la transición, pero es nuevo el encono –en los dos polos.
Tengo la impresión de que un factor básico, de un lado, ha sido el miedo. Un miedo que administró bien López Obrador como candidato, con amenazas medidas, insultos medidos. Entre las consecuencias, la más desagradable es que se haya despertado un racismo vergonzoso, con toda la violencia que puede haber en la nueva derecha europea, por ejemplo. Seguramente el racismo siempre estuvo allí, pero era de mal tono manifestarlo. Lo nuevo es la vulgaridad, la agresividad, la ira. El viejo Robert E. Park sabía que no son los prejuicios, sino la disminución de la distancia social lo que ocasiona la violencia. Y acaso se trata de eso.
Días atrás se ha agitado de nuevo con motivo de algunos nombramientos en el gobierno federal. Se ha denunciado enfáticamente la falta de experiencia de los nuevos funcionarios, que era perfectamente obvia, como es obvia en la mitad de los miembros del gabinete –esa parece ser su virtud, porque la experiencia de los experimentados no los recomienda. Si hablamos en serio, falta de experiencia no significa falta de capacidad: habría que juzgarlos, a todos, por su desempeño. El problema es que detrás de la defensa de la trayectoria profesional asoman con frecuencia motivos no tan presentables – las redes sociales se hacen cargo de eso. Pero sobre todo, la bandera de la capacidad profesional en esos términos impide precisamente discutir lo que significa la profesionalización.
La intensidad del motivo racial, la violencia, ha hecho cristalizar del otro lado una postura simétrica, que descalifica cualquier crítica como si todas fuesen parejamente producto del racismo. Y no.
Manuel Bartlett, como en tantas cosas, es ejemplar. En su artículo del Universal arremetió contra quienes lo criticaron por haber injuriado a media docena de antiguos funcionarios. Dijo que hubo “una virulenta reacción en defensa de estos humildes ex funcionarios”, dijo que fue “orquestada”, y dijo que “evidencia los intereses que representan”. A continuación dijo que quienes lo critican “defienden sus intereses... oligárquicos, de clase, ¡de casta!”. Llegados allí, queda muy a mano denunciar la “discriminación” en el “sistema de castas” de la Colonia, y seguir con la “guerra de castas”, para desembocar en la “casta divina” de Yucatán. Y ya está. Se mezcla bien todo, y resulta que quienes lo critican son “la casta divina” que reacciona indignada: “¿cómo se atreven plebeyos a tocar siquiera con el pétalo de una rosa a su casta divina?”.
Es extraño que el humilde ex funcionario Bartlett se considere plebeyo, y que piense que una acusación pública de quienes controlan la Fiscalía General es el pétalo de una rosa. Pero lo importante es el mecanismo retórico –el pantano.
Es extraño que el humilde Manuel Bartlett se considere plebeyo