¿Podríamos saber más del nuevo modelo?
Millones y millones de otros compatriotas no participan ni lejanamente de estas abundancias, condenados como están a una vida de irremisibles estrecheces y fatal desesperanza; es decir, existe también el otro México, un país atrasado y fundamentalmente injusto
México no es un país fracasado ni tampoco está “hecho pedazos”. En cualquier recorrido que hagas por la geografía nacional te encontrarás con modernísimos centros comerciales, extendidos barrios de clase media, cafeterías rebosantes de clientela, agencias de automóviles, clubes deportivos, gimnasios, salones de fiestas, restaurantes de postín, salas de cine, hipermercados, y negocios frecuentados por miles de alegres compradores. Los días de rebajas, los estacionamientos de los malls (ya importamos inclusive el término para designar unos espacios que, en estos tiempos de desaforado consumismo, se han vuelto obligados lugares de peregrinación semanal) están literalmente atestados de coches y deportivos utilitarios de reciente modelo. Millones de mexicanos habitan cotidianamente este mundo de ostensible bienestar, por más que, en su discurso catastrofista, los denunciantes de la globalización y el liberalismo no quieran enterarse de su existencia.
Y es que, justamente, millones y millones de otros compatriotas no participan ni lejanamente de estas abundancias, condenados como están a una vida de irremisibles estrecheces y fatal desesperanza. Es decir, existe también el otro México, un país atrasado y fundamentalmente injusto en el que la mera supervivencia diaria es ya un desafío mayúsculo. La realidad de la pobreza es tan lapidaria como ineludible en una nación que lleva decenios enteros luchando para mejorar la vida de sus habitantes y que, azotada por las plagas de la corrupción, la ineficacia de las políticas públicas y la mala gobernanza, no logra acabar con tan infamante flagelo.
De este estado de cosas ha surgido una derivación mayor: el fin del régimen del PRIAN —al que se le imputa, en palabras del actual presidente de la República, la instauración de una “política económica de pillaje, antipopular y entreguista”— y el consecuente advenimiento de un nuevo modelo de desarrollo bajo el signo de la 4T. La mera formulación de la cruzada renovadora ha levantado una oleada de esperanza a lo largo y ancho del territorio nacional al punto de que los mexicanos, según las encuestas, experimentan un creciente optimismo de cara al futuro que les espera. De la misma manera, la aceptación popular del primer mandatario ha alcanzado niveles nunca vistos desde que aconteciera la alternancia democrática protagonizada por Vicente Fox.
En los hechos, esta 4T no ha dado todavía resultados concretos —un cambio de fondo no puede producirse en poco más de tres meses en ningún país (a no ser que estuviéramos hablando de una ruptura del orden constitucional debida, por ejemplo, a un golpe de Estado)— sino que, hasta ahora, las acciones implementadas se han limitado a modificar la estructura operativa del aparato gubernamental: se ha decretado un tope a los sueldos de los funcionarios, se ha procedido al despido puro y simple de miles de empleados públicos, se ha puesto a la venta la flota aérea del Estado mexicano —incluido el avión presidencial arrendado en su momento por la Administración de Felipe Calderón—, se ha reducido el presupuesto de los organismos autónomos, se han eliminado las delegaciones del Gobierno federal en los estados, se han cancelado antiguos programas de ayuda social, se ha decretado la extinción del Estado Mayor Presidencial y la casa presidencial de Los Pinos ha sido convertida en punto de atracción para visitantes domingueros.
No es poca cosa, si lo piensas, pero el impacto positivo de estas medidas en la economía no se vislumbra todavía ni se alcanza tampoco a percibir, a partir de su reciente implementación, cuál sería el principio rector del modelo de desarrollo de la 4T. Por lo pronto, la cancelación del proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco le costará 240 mil millones de pesos a la nación mexicana. Un dinero tirado a la basura, en todo el sentido de la palabra. Ahí sí que podemos hablar de una decisión tan descomunalmente irracional como absurda. La más dañina y contraproducente, a mi entender, de las que haya podido tomar cualquier Administración. Será una carga para el resto del sexenio y algo que habrá de marcar de manera indeleble al presidente de la República.
Ahora bien, el gran tema del cambio de régimen —porque de eso es de lo que estamos hablando— no sería el rediseño de la maquinaria gubernamental ni tampoco la aparición de algunas muy inquietantes señales en el horizonte sino la necesidad de que el nuevo modelo sea planteado, esbozado, precisado y, finalmente, concretado en políticas públicas específicas. El fin del satanizado neoliberalismo ha sido ya decretado. Muy bien. Pero ¿cuál sería entonces la alternativa? ¿Por dónde van a comenzar? ¿De qué manera van a arreglar las cosas? ¿Cómo van a disminuir la pobreza sin eternizarse en una receta asistencialista que no soluciona de raíz el morrocotudo problema de incorporar a millones de mexicanos a los procesos productivos? O sea, ¿cuál es el nuevo modelo? Que nos lo expliquen con peras y manzanas, por favor. Eso es lo verdaderamente importante.
¿Cómo van a disminuir la pobreza sin eternizarse en una receta asistencialista?