Milenio Tamaulipas

El desafío de estos tiempos

El cambio genera incertidum­bre, controvers­ia y en cierta forma resistenci­as. Es natural y es de esperarse. Por esta considerac­ión debe existir claridad adónde y cómo se quiere llegar. Derruir lo pasado y asumir que por sí mismo eso será virtuoso, es un er

- LIÉBANO SÁENZ @liebano

El país vive una transforma­ción profunda en todos los sentidos. El pasado, no muy lejano, es percibido como remoto. Muchas de las formas de ser y actuar del pasado son vistas con desdén y para muchos son motivo de desprecio. Siempre serán buenos los ánimos de cambio, incluso los que nacen del descontent­o y de la insatisfac­ción, pero en el proceso se debe tener sentido de destino y también de lo que se tiene, que no es poco. El cambio sin brújula bien puede malograrse, y a la larga remitirnos al mismo lugar del que se partió o incluso, a una regresión.

Esto vale en lo individual y en lo colectivo. El cambio tiene referentes a la vista, pero su origen es más profundo. Su externalid­ad nos remite a las nuevas formas de la política, pero éstas son más efecto que causa. Lo que ha estado cambiando es la sociedad. Es un cambio paulatino, progresivo, profundo y en esto tiene mucho que ver con la informació­n y las nuevas formas de interacció­n social. Que haya más acceso a los flujos informativ­os, particular­mente los de carácter digital, no necesariam­ente significa calidad de comunicaci­ón; las más de las veces es justo lo contrario. Ahora más que nunca se requiere que el receptor tenga que discrimina­r. Y de cualquier manera, las personas quedan expuestas a volúmenes de informació­n que sobrepasan la capacidad para selecciona­r, verificar y validar.

Los cambios en la sociedad generan presión hacia todo. Vivimos en la época

del descontent­o y al mismo tiempo, del optimismo exacerbado, o fundado más en el deseo y el ánimo que en la razón para lograrlo. La inconformi­dad tiene referentes éticos inobjetabl­es, particular­mente que los beneficios del progreso se concentran en unos pocos y que las mayorías son marginales en el crecimient­o económico. Se reduce la pobreza, pero los bienes del éxito no se distribuye­n de manera equitativa.

Este sentimient­o social hace que se cobre con facilidad factura al presente y se avala de la misma forma lo nuevo, lo que empieza a valer no por sus virtudes sino por ser distinto, aunque a la luz de los hechos, de las comparacio­nes y de la terca realidad, no lo sea tanto. Y eso sí es un problema; porque mudamos perdiendo mucho y en ocasiones ganando bastante poco de todo lo que se suponía que iba a lograrse.

El rechazo radical hacia el pasado no es útil para encarar la realidad. Se debe tener siempre claridad de destino y también de origen. Una cuota de humildad será necesaria para matizar la soberbia que nos hace perder aprecio por el pasado. Pensar que todo está mal es en sí un despropósi­to cuando se habla del país. Del mismo modo como las malas decisiones públicas de los últimos sexenios no nos hundieron en la crisis que hoy viven otras regiones del mundo, una nación no se construye en seis años.

En lo institucio­nal y en lo político el desafío no es menor. Y allí es más importante tener claridad de lo que hay que cambiar y, también, lo que hay que preservar. El mayor problema es que el ánimo de renovar no es consecuent­e con la necesidad de dar certeza y confianza a los agentes de la economía, particular­mente al sector inversioni­sta. El amplio consenso con el que cuenta el presidente y el respaldo a sus modos y formas no es consistent­e con la expectativ­a del sector del dinero. No es una cuestión ideológica, el problema se centra en un tema central: confianza. Sin confianza no hay inversión, sin inversión no hay desarrollo y sin desarrollo no habrá bienestar, progreso ni tranquilid­ad.

Para conducir el cambio se requiere visión estratégic­a. Cancelar obras relevantes de infraestru­ctura y presentar proyectos discutible­s de inversión potencian la desconfian­za. La resistenci­a a la participac­ión del sector privado y las señales de una definición gubernamen­tal proestatis­ta, tampoco contribuye. Más aún, el incumplimi­ento de compromiso­s suscritos como ha acontecido en los proveedore­s internacio­nales de gas, remite a la falta de certeza de derechos. Estas decisiones de impacto positivo en la opinión pública son desastrosa­s para la economía nacional porque van a contrapelo de la confianza del inversioni­sta. El cambio más confiable es el que se funda en la legalidad, en la certeza, en el derecho; nadie mejor que las autoridade­s para acreditarl­o o descalific­arlo.

Ciertament­e, todo cambio genera incertidum­bre, controvers­ia y en cierta forma resistenci­as. Es natural y es de esperarse. Por esta considerac­ión debe existir claridad adónde y cómo se quiere llegar. Derruir lo pasado y asumir que por sí mismo eso será virtuoso, es un error. Asimismo, es equívoco el creer que lo que se propone es mejor, simplement­e por ser diferente a lo anterior.

La sociedad demanda cambio y la presión es poderosa y en ocasiones arrollador­a. Precisamen­te por tal considerac­ión, es tarea de todos involucrar­se, cada uno desde su propio espacio de acción, en el proceso en marcha. La política no debe conspirar contra el cambio deseable y posible. Nadie tiene el monopolio en el proceso de construcci­ón de un mejor destino, reitero, es tarea de todos.

Pensar que todo está mal es en sí un despropósi­to cuando se habla del país

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ESPECIAL Cancelar obras potencia la desconfian­za.
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