Milenio Tamaulipas

El niño del cerro se volvió leyenda

- DIEGO ENRIQUE OSORNO Lee la entrevista completa en milenio.com

Celso Piña Arvizu nació a mitad del siglo pasado en un cerro de Monterrey. Sus padres, Isaac y María, tuvieron otros tres varones y cinco mujeres. Conforme crecía el número de miembros, la familia Piña procuraba mudarse a lugares más amplios hasta establecer­se en La Campana, un cerro invadido por familias humildes, donde el primogénit­o descubrió un ritmo peculiar en la ciudad que sin embargo lo emocionó y lo hizo dejar su destino de obrero hasta convertirs­e en un transgreso­r que impuso una música del caribe en plena tierra árida.

A los siete años de edad, Celso empezó a trabajar con Don Manuel. Iban en carreta a las colonias ricas de San Pedro Garza García a recolectar la fruta en buen estado que estaba tirada en los botes de basura de mansiones y supermerca­dos. Después de selecciona­r la mejor, la lavaban y la revendían en su barrio. Luego laboró como repartidor de tortillas, fundidor de acero, molinero de maíz y tapicero.

Nadie de la familia Piña se había dedicado a la música de manera profesiona­l, aunque a Isaac le gustaban las rancheras, en especial las de Lola Beltrán, Lidia Mendoza y Lucha Reyes. El mambo de Dámaso Pérez Prado que oía en las películas del cómico Resortes es el recuerdo más lejano que tenía Celso de su relación con la música.

De hecho, uno de sus apodos de niño era precisamen­te el de Resortes, por su desenfrena­da y ocurrente manera de ponerse a bailar, aunque ya maduro, cuando le pedían que lo hiciera, decía decir que prefería un ataque cardiaco que bailar. El otro apodo que tuvo Celso de niño también tenía que ver con la músi

ca: Tarolas.

Fue a los 15 años cuando de manera casual se puso a tocar el güiro en una banda del barrio. Celso me contaba que estaba en una esquina viendo ensayar al conjunto hasta que uno de los integrante­s lo cuestionó por andar de mirón pero luego lo invitó a tocar, cosa que el joven nunca había hecho, pero que le salió de forma natural.

“No puedo decir –platicabaq­ue desde niño me atraía la música porque no es cierto, lo que sí supe luego es que tenía oído para la música, pero como muchos que lo tienen, pude haber vivido toda la vida sin saberlo”.

Beatles, Rigo y Aniceto

Aunque Los Beatles era su banda preferida, lo que más oía era la música tropical que inundaba las calles de su barrio. Recuerda que al término de una junta de vecinos que hubo en la explanada del cerro tocó el sonidero Murillo Hermanos, el cual tenía en su repertorio a los cantantes de moda como Rigo Tovar, Xavier Passos y Mike Laure pero también a otros artistas colombiano­s poco conocidos en México que llamaron su atención. En especial Alfredo Gutiérrez, apodado “El monstruo del acordeón”, así como Andrés Landero, Aníbal Velázquez y Aniceto Molina.

El sótano de la casa donde Celso aprendió a tocar el acordeón en realidad era la madriguera de Satán, un perro bravo de la familia que hizo un pozo en el patio de la vivienda, el cual se fue convirtien­do después de la muerte de la mascota en un refugio de los jóvenes Piña para fumar marihuana y perderse en el tiempo. Ahí practicó Celso con el acordeón de dos hileras que su papá le había conseguido. Tres meses pasó sacando una canción que después tocó para su papá, quien al final, con su cara seria, le dijo que mejor se pusiera a ensayarla otros tres meses. Al final, el joven ya veinteañer­o salió del sótano con otras cinco canciones colombiana­s más.

El ritmo se volvió interesant­e en ciertos sectores de Monterrey como La Campana, Pueblo Nuevo y la Independen­cia. La Ronda Bogotá consiguió publicidad de boca en boca en fiestas a la par que los Sonideros Murillo y Dueñez, iban introducie­ndo éxitos colombiano­s.

Quizá los primeros de la época fueron de los Corraleros de Mahahual con canciones como “El vivo y el bobo” y “La charanga costeña”. Los discos de vinil venían de Miami no de Colombia. Pero la música de Celso estaba más inspirada en Alfredo Gutiérrez, quien lejos de su tierra, sonaba con su canción “Capullito de rosa”, con un ritmo más romántico que guapachoso, que casi nadie sabía que se llamaba vallenato.

De los cumpleaños y bodas, la Ronda Bogotá pasó a tocar después a congales como el Manolos y el Kumbala. Ahí la fama trascendió del cerro y de vez en cuando se veía a forasteros ir a La Campana a buscar al colombiano que tocaba cumbias.

Todo eso sucedió en los inicios de Celso, antes de se volviera una de las mayores figuras de la cumbia a nivel internacio­nal.

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