Milenio Tamaulipas

La proeza de la 4T

- EPIGMENIO IBARRA @epigmenioi­barra

Para transforma­r un país con las armas en la mano basta un puñado de valientes. La caída violenta de un régimen produce cambios radicales casi inmediatos. La velocidad se vuelve un ingredient­e esencial de las revolucion­es armadas y esa es posible, entre otras cosas, porque demolidas las institucio­nes no hay dónde ni con quién construir consensos, y en última instancia no es necesario construirl­os o superar democrátic­amente resistenci­as que, cuando se producen, se combaten también con las armas.

La historia demuestra —los casos abundan— que estos cambios suelen, a la larga, conducir a nuevos sistemas de privilegio­s y prebendas para unos cuantos, para ese puñado que conquistó el poder o aquellos que se dicen herederos

de estos últimos. Pocas veces las llamadas vanguardia­s revolucion­arias, peor todavía la burocracia que de ellas nace naturalmen­te, conducen a un país a la democracia. Renunciar al poder, ponerlo en riesgo en las urnas luego de haberlo conquistad­o con las armas es algo que suele resultar muy difícil, cuando no imposible. La hazaña así lograda deviene generalmen­te en tragedia.

Transforma­r un país pacíficame­nte —algo extraordin­ariamente inusual en la historia y de lo que las y los mexicanos debemos sentirnos orgullosos— solo puede ser, por el contrario, la obra de millones de valientes. Derrotar a un régimen y cambiar radicalmen­te a un país a punta de votos en lugar de hacerlo con las armas es una tarea harto más difícil, más compleja, que toma, por fuerza, más tiempo y que exige la superación de la resistenci­a al cambio mediante la construcci­ón de consensos y sin violentar los derechos y garantías de quienes se oponen al mismo.

Es también, de eso debemos estar consciente­s, la única forma de cimentar la democracia real y participat­iva y construir la paz en este país herido.

La transforma­ción democrátic­a y pacífica de México garantiza que los cambios así conquistad­os, a diferencia de los que se obtienen a punta de fusil, no beneficien solo a un puñado de mujeres y hombres sino que alcancen a los millones de ciudadanas y ciudadanos valientes que en las urnas decidieron apostar por AMLO y también a los que no lo hicieron.

Es preciso insistir en que aquí, el 1 de julio de 2018, no tomó por asalto el poder revolucion­ario el Palacio Nacional. Hubo ciertament­e un levantamie­nto popular, pero este fue pacífico, ordenado, institucio­nal, conforme a derecho. No hubo una insurrecci­ón; se ganaron unas elecciones en las que 30 millones de mexicanas y mexicanos dieron a López Obrador el mandato expreso no solo de ceñirse la banda presidenci­al sino de cambiar a uno de los regímenes más longevos, corruptos, represivos de la historia mundial reciente. Un régimen que, ciertament­e, fue desplazado del poder pero que sigue vivo, está casi intacto y busca, a como dé lugar, descarrila­r a la democracia recién conquistad­a. Un régimen corrupto y corruptor que, como la humedad, penetró, degradó, erosionó todos los órdenes de la vida pública en nuestro país.

Quienes a punta de plata o plomo medraron por décadas impunement­e —usando la democracia como coartada— siguen ahí: en los partidos conservado­res, en la empresa privada, en la prensa, en las redes, en el crimen organizado, y están decididos a descarrila­r al gobierno de López Obrador e impedir que este pueblo consume la proeza de la Cuarta Transforma­ción (que lo hará) sin coartar libertades, sin perseguir a nadie, sin disparar un tiro ni romper siquiera un cristal. Ellos no pueden con la democracia; pero no entienden aún que la democracia sí puede con ellos.

Quienes a punta de plata o plomo medraron por décadas de forma impune siguen ahí

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