Milenio Tamaulipas

El ángel que tenía un sello de goma

- Ctello@milenio.com

En el otoño de 1939, una semana como ésta, con la invasión de Polonia por los tanques de Alemania Nazi, estalló la guerra más mortífera en la historia de la humanidad: murieron cerca de 70 millones de personas, sobre todo en Europa. Francia declaró la guerra, pero no hubo guerra en realidad. Fue la drôle de guerre, como la llaman los franceses, la guerra de broma, hasta la invasión de su país en mayo de 1940 por los alemanes. En junio, tras la invasión, cientos de miles de personas escaparon hacia el Sur en un éxodo dramático y caótico, que es el tema de la gran novela Suite

française, escrita por Irène Némirovsky, judía del Este, que perdió la vida con la guerra que hizo irrupción hace 80 años en Europa.

Portugal se declaró neutral, aunque favorecía a los Aliados. Siguiendo las políticas de emigración adoptadas en todo Europa, muy restrictiv­as, el presidente y dictador António de Oliveira Salazar emitió la Circular 14, que determinab­a que para casos especiales, como el de los judíos, los cónsules de su país solo podrían conceder visados después de haber pedido autorizaci­ón al Ministerio de Asuntos Exteriores. Fueron las órdenes que recibió Aristides de Sousa Mendes, el cónsul de Portugal en Burdeos. Tenía entonces 55 años de edad. Pertenecía a una familia aristocrát­ica, católica, conservado­ra y monárquica. Llevaba ya tres décadas de haber iniciado su carrera consular. Era partidario del Estado Novo; apoyaba a la dictadura de Salazar. Su padre era juez, él mismo estudió derecho en la Universida­d de Coimbra. Pero no solía ser respetuoso con las leyes y las normas: era indiscipli­nado, abandonaba su puesto sin pedir autorizaci­ón, abusaba del dinero público, tenía una relación fuera de su matrimonio.

Sousa Mendes sufrió una depresión frente al éxodo de los refugiados que llegaron a Burdeos. Tenía orden de su gobierno de no dar visas. La mañana del 16 de junio de 1940, un domingo, tras haber permanecid­o varios días encerrado en su casa, salió de su habitación para comenzar a hacer lo que haría sin parar, durante siete días y siete noches: emitir visas. A partir del lunes 17, con ayuda de sus hijos (eran 14), y con el apoyo del rabino de Amberes, dedicó todo su tiempo, ininterrum­pidamente, a expedir pasaportes y firmar visados. Hubo quejas de su gobierno, a las que respondió así: “Si hay que desobedece­r, prefiero que sea a una orden de los hombres que a una orden de Dios”. Sousa Mendes emitió miles de visas en esa semana. El 23 de junio, su gobierno lo cesó de su cargo de cónsul en Burdeos. Pero salvó la vida de miles de familias. “El ángel que tenía un sello de goma”, lo llama Harari en su libro Homo Deus, y agrega: “Sousa Mendes, armado con poco más que un sello de goma, fue responsabl­e de la mayor operación de rescate efectuada por un solo individuo durante el Holocausto”.

Pienso en todo esto en el contexto de la discusión, reciente, sobre la relación de la ley con la justicia, rodeado por las imágenes que vemos todos los días de la persecució­n que las propias fuerzas mexicanas, por orden superior, hacen de los migrantes que llegan, ilegales, a nuestro país, a veces con niños muy pequeños, huyendo de la pobreza y de la violencia en Centroamér­ica. No ha habido, en nuestra relación con ellos, ningún sentimient­o de justicia y de solidarida­d al aplicar la ley.

Dedicó todo su tiempo, en forma ininterrum­pida, a expedir pasaportes y firmar visados

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