Milenio Tamaulipas

La biblioteca virtuosa

- GUILLERMO SANTOS

Una persona se fija voluntaria­mente una difícil regla y la sigue hasta sus últimas consecuenc­ias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí ni para los otros”. Esta es la descripció­n que hace el escritor Italo Calvino de uno de sus personajes, Cosimo Piovasco, quien un día de 1767 decidió no volver a tocar tierra para vivir sobre los árboles. Cito estas palabras de Calvino para pensar, también, en Francisco Toledo, quien se fijó la difícil regla de edificar y conservar una biblioteca, un proyecto que en este tiempo y en esta región suena similar al imposible acto de hacer una vida decorosa en la copa de los árboles.

El Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca abrió, el 28 de noviembre de 1988 en Alcalá 507, un espacio dedicado al aprendizaj­e y la difusión del arte. Al principio, su biblioteca abarcó un espacio no mayor de 3 por 3 metros; hoy día, los 70 mil volúmenes necesitaro­n dos sedes diferentes para albergar su acervo, espacios que fueron donados por Toledo al pueblo de Oaxaca. Durante todos estos años el pintor alimentó este proyecto, comprando cada año cientos de libros de todas las artes y géneros literarios. Roberto Calasso dijo alguna vez que se trataba de “una biblioteca mítica” y reconoció la labor del maestro.

Hacer un elogio de esos 70 mil libros, conocer sus temas, sus puntos marginales, sus senderos y caminos ocultos, parece un hecho difícil. Pero Francisco Toledo realizó una laudatoria de la literatura en toda su obra y conocía al pie de la letra su acervo, pues no hubo volumen que no pasara por sus manos. Solía moverse por su biblioteca como lo hacía entre una y otra técnica, es decir, con total naturalida­d. Si, como lo sugiere Jacques Bonnet, una biblioteca refleja el orden mental de quien la ha formado, la mente del pintor oaxaqueño era una de las más profundas de México.

La cultura de Toledo solía ser proverbial y nunca dejaba de aconsejarl­e a sus biblioteca­rios toda clase de temas para ayudarles con ciertas cuestiones que estuviesen trabajando, pues en su mayoría eran estudiante­s, jóvenes artistas y escritores. Cualquier libro que el maestro Toledo pusiera en tus manos podía convertirs­e en un objeto capaz de cambiar tu perspectiv­a de las cosas.

Trabajé primero como biblioteca­rio, luego fui editor de diversos proyectos editoriale­s del IAGO y, después, el maestro me dio el privilegio de acompañar con mis textos diversas exposicion­es y catálogos. El rigor y la generosida­d de Francisco Toledo fueron para mí un aprendizaj­e más radical que el obtenido en cualquier escuela. Gracias a su biblioteca pude encontrar una perspectiv­a de la vida que no conocía. Para mí, un joven que por su condición social no tenía acceso a la cultura literaria, el IAGO se convirtió en una patria, un lugar cuyas raíces podían extenderse miles de años atrás y hacia todas las culturas posibles. Como en sus pinturas, la biblioteca de Francisco Toledo posee varias capas de sentido: es una síntesis original, remite tanto a Duchamp o Durero como al arte zapoteca o a los indios del norte de México.

El maestro quería que toda la gente tuviera acceso a todos los libros posibles, porque pensaba que si uno podía cultivarse entonces estaría mejor preparado para los tiempos difíciles. Pintaba todos los días para hacer mejor el mundo. Y lo logró para cientos de personas que se acercaban a sus libros y a sus proyectos. Francisco Toledo era nuestro barón rampante, un hombre que pudo crear un mundo fantástico y que se dedicó con ahínco al conocimien­to; alguien que nunca traicionó sus ideales y que fue para sí mismo y para los otros un modelo de vida y de virtud.

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