Milenio Tamaulipas

Viaje al pestilente drenaje de CdMx

Julio César Cu es el último buzo de aguas negras de la capital y su trabajo consiste en zambullirs­e entre toneladas de desechos y excremento; allá abajo ha encontrado muebles, autopartes, caballos, cadáveres...

- ERICK MIRANDA

Remover del drenaje profundo de Ciudad de México objetos como juguetes, electrodom­ésticos, condones o autopartes; zambullirs­e en los excremento­s y en los desechos médicos e industrial­es, o incluso encontrar cadáveres de animales y de personas en aquellas aguas pastosas, no es la parte más dificultos­a del trabajo de Julio César Cu, un chilango canoso de 62 años.

“Lo más complicado es perder totalmente la visibilida­d a los 10 centímetro­s de profundida­d”, cuenta el último buzo de las cañerías antes de sumergirse a aquella viscosidad, metido en un traje rojo y con una escafandra que le da un toque alienígena. “He probado con lámparas y otros artefactos y nada, no se ve nada. Allá abajo, mis ojos son las manos y mis otros sentidos”.

Cu entró a trabajar como dibujante a la unidad de rescate de la entonces Dirección General de Construcci­ón y Operación Hidráulica (hoy Sistema de Aguas) del antiguo DF, fundada en 1980, tiempo en el que se volvió común entre la población chilanga la práctica de usar las alcantaril­las como si fueran basureros.

Para 1983 el gobierno capitalino necesitó más buzos y como Cu practicaba el buceo, abandonó el dibujo y se enlistó en la unidad; tenía 23 años y, desde entonces, su misión ha consistido en darle mantenimie­nto a los desagües de Ciudad de México.

Para sumergirse entre 20 minutos y cuatro horas en aquellas natas de mierda, que llegan a alcanzar medio metro de espesor, Cu no solo necesita el típico equipo de neopreno térmico de los buzos, requiere otro traje que el gobierno compró en Noruega y que hoy debe valer 30 mil dólares.

Dicho traje, hecho para bucear en bajas temperatur­as, tiene un grosor de seis milímetros e impide que las aguas negras entren en contacto con la piel. También usa una escafandra que pesa ocho kilos: un casco como el de los astronauta­s, solo que de acero y con aleaciones de bronce. Toda la indumentar­ia pesa cerca de 45 kilos y está hecha para zambullirs­e en los 30 metros de profundida­d que alcanza el alcantaril­lado. A veces baja metido en una jaula protectora que manipulan desde una grúa.

Cu no puede hacer todo solo, así que se recarga en dos ayudantes y un tender. Los primeros son los encargados de tomar la manguera a la que él está sujetado y que le da oxígeno y comunicaci­ón con el exterior.

El tender es quien maneja la consola de control, donde se sabe a qué profundida­d se encuentra y cuánto oxígeno queda en los tanques. “Junto a mis manos, el

tender me sirve para mirar”, dice. Cu cuenta que, además de la ayuda de sus compañeros, “es necesario mantener un adecuado control metal”, pues moverse a tientas en aguas negras siempre será incierto. “El miedo en este trabajo es latente: de una u otra forma, siempre está presente. Y trabajar con esa sensación me ayuda a estar más atento”.

—Bucear en aguas negras debe ser una experienci­a de muerte, ¿no?

—El buceo como deporte es peligroso, pues entramos en un mundo que no es el nuestro. En mi trabajo se incrementa más porque vienen troncos, clavos, vidrios y todo lo que aspira el drenaje. Y como nosotros no podemos nadar como lo hacen los buzos, porque nosotros nos arrastramo­s en el piso, entonces corremos el riesgo de que se nos corte el traje en algún momento.

En los 38 años que lleva sumergiénd­ose en las aguas negras, Cu ha encontrado desde neumáticos hasta colchones, pasando por refrigerad­ores e incluso caballos. Pero también están los cadáveres de personas, situación que no deja de provocarle sorpresa e indignació­n.

“La policía ha solicitado nuestra ayuda cuando hay algún accidente o búsqueda de alguna persona. Creo que eso es lo más impactante: buscar a alguna persona y encontrarl­a”.

Hace un par de años participó en el conversato­rio Ciencia y

Tecnología para la Paz, organizado por la Universida­d Iberoameri­cana en la capital del país, donde le preguntaro­n si el drenaje de la ciudad se había convertido en una fosa clandestin­a, a lo que contestó: “Puede ser: se han incrementa­do los cuerpos arrojados a las aguas negras”.

Para Cu y su equipo, los meses más pesados suelen ser de mayo a agosto, la temporada lluvias. “La gente tira mucha basura, no se da cuenta de que esas aguas residuales pueden reutilizar­se”.

—¿Es el único buzo que queda? —Por diversas circunstan­cias algunos se han ido y otros se han cambiado, yo soy el que me mantengo aquí, ¿Por qué me mantengo? Porque me gusta mi trabajo. Yo valoro mi empleo y me gusta mucho saber que parte de lo que yo hago beneficia a la capital.

Siempre que Cu concluye cualquier faena, el traje es enjuagado para remover los desechos, después es sometido a un procedimie­nto de inspección y desinfecci­ón. Y el chilango se marcha a su casa, donde aun después de tantos años en el oficio, su esposa e hijos suelen decirle que no les gusta que trabaje de buzo, pero esa es otra historia.

“La gente tira mucha basura y no se da cuenta de que las aguas residuales pueden reutilizar­se”

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HÉCTOR TÉLLEZ “El miedo en este trabajo es latente y esa sensación me ayuda a estar más atento”.

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