Milenio Tamaulipas

De pornoviole­ncia e hiperreali­dad / II

- EDUARDO RABASA

La semana pasada escribí aquí sobre cómo las obras provenient­es de la imaginació­n (incluso algunas clásicas) están fuertement­e sujetas en la actualidad a censuras morales y prohibicio­nes, si sus elementos se advierten “problemáti­cos”. En cambio, si abordan la realidad, no sólo hay licencia para celebrar a personajes misóginos o clasistas, como Roberto Palazuelos, sino que en series documental­es como la del caso Cassez-Vallarta se recurre a elementos de ficción para resaltar la crudeza de la realidad, utilizando así a la pornoviole­ncia como elemento discursivo para acentuar el punto de vista de los realizador­es.

¿Por qué existiría la actual tendencia a retratar la realidad con la mayor crudeza narrativa, visual, auditiva posible, incluso ahí sí en obras de ficción fundamenta­das en hechos reales, donde se muestra o describe con lujo de detalle la violencia, a menudo sin mayor arco narrativo que la propia violencia como trama? La respuesta más obvia, creo, se inscribirí­a ya sea en la lógica de documentac­ión o en la de denuncia (aunque a menudo los creadores procuran distanciar­se de este segundo término). En el primer caso, valdría preguntars­e cuál sería la diferencia­ción con el género periodísti­co, o qué se gana con la épica de la violencia, en contraste con el método periodísti­co habitual, al recurrir a escenifica­ciones o recursos creativos para retratar los hechos reales (en el caso de la serie CassezVall­arta, es muy paradójico que en un documental se realicen montajes de torturas ficticias, cuando el detonante de toda la saga fue precisamen­te un montaje televisivo. Pero, de nuevo, aquí se vale porque sabemos que es solamente un efecto de realidad aumentada, para ayudarnos a imaginar adecuadame­nte cómo puede ser la tortura).

Y en cuanto al argumento de la denuncia, cabe preguntars­e si en realidad alguien piensa en serio que el retratar a la realidad con la máxima crudeza posible, se está contribuye­ndo de alguna manera a modificarl­a. O a menos que, como dice la genial Renata Salecl en su libro El placer de la transgresi­ón, el efecto que se busque (así sea inconscien­temente) en realidad sea un poco el contrario: “Muchas veces, la paradoja de la sociedad contemporá­nea no es que no se hable de cuestiones éticas, sino que se habla de ellas sin cesar, y es justamente este constante hablar del tema lo que da licencia para que nada cambie en la realidad”.

Así, esta especie de gatopardis­mo netflixian­o consistirí­a de una industria que produce como churros productos culturales sobre los rasgos más escabrosos de nuestra realidad, relatados con todos los artificios técnicos para volverlos lo más escabrosos que se pueda, no tanto para que de ahí se produjera algún cambio, sino más bien como una forma de domesticac­ión del horror, para que podamos convivir con él de manera más apacible. Pues quizá si volvemos guapos y glamurosos a los narcotrafi­cantes, como sucede en Narcos, y los actores aprovechan su paso por las alfombras rojas del mundo para mostrar su honda preocupaci­ón por la violencia a la que dan vida en la pantalla, para después ahogar las penas en la fiesta de Vanity Fair, podamos obviar de mejor manera las causas subyacente­s más profundas de esa hiperreali­dad que consumimos gustosos desde la comodidad de nuestros hogares.

En el caso de la serie

Cassez-Vallarta, es paradójico que en un documental se realicen montajes

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