“PIES PARA QUE LOS QUIERO, SI TENGO ALAS PARA VOLAR”
Magdalena Carmen Frida Kahlo decía que había nacido con la Revolución. Su identidad, talento e ideología seguramente se forjaron gracias a este movimiento armado, pero Frida nació muchas veces. Jamás se dejó vencer por las múltiples heridas físicas y emocionales que la vida le infligió. Nació en la Ciudad de México el 6 de julio de 1907 y aprendió desde pequeña a trascender los impedimentos de la discapacidad. A los seis años enfermó de poliomielitis y tuvo que permanecer muchos meses en cama y varios más sin poder integrarse plenamente a los juegos infantiles, de donde la enfermedad la había arrancado.
Fue su padre, Guillermo Kahlo, quien la animó a rehabilitarse por medio de juegos considerados poco femeninos para la época, como el box y el futbol; prácticas que aunque la vigorizaron, no lograron solucionar las secuelas que dejó el padecimiento en su pierna derecha.
Fortalecida, más emocional que físicamente, entró a los 16 años a la Escuela Nacional Preparatoria con el interés de estudiar medicina. En ese entonces, 35 mujeres estudiaban a la par de 2,000 hombres y Frida muy pronto entró a formar parte del grupo de “Los cachuchas”, formado por jóvenes rebeldes y contestatarios que exigían mejores condiciones para la educación.
Fue con uno de ellos —su novio, Alejandro Gómez Arias—, con quien abordó el camión que sería embestido por un tranvía ese fatídico lunes 17 de septiembre de 1925.
A partir de ese terrible accidente que le dejó la columna vertebral rota, las costillas fracturadas, la pelvis destrozada, la pierna derecha fragmentada y considerables daños en otras partes de su cuerpo, Frida Kahlo cambió su proyecto de vida.
Recluida nuevamente en cama para soportar una larga y dolorosa convalecencia, descubrió su vocación por la pintura. De su padre fotógrafo aprendió la importancia de un rostro bien definido y del encuadre de las imágenes; el espejo que su madre instaló en el techo sobre su cama, le permitió que ese rostro a plasmar fuera el que día y noche observaba: el suyo.
Después de una lenta recuperación, Frida fue capaz de integrarse a una vida casi normal. Conoció a Diego Rivera —el segundo accidente que le partiría la vida, según ella— y se casó con él por primera vez en 1929. Nuevas penas afectaron entonces su alma. Su vida marital con el pintor estuvo llena de satisfacciones, creatividad y compañerismo, pero también de un enorme dolor por los abortos sufridos y por las traiciones que Diego le hizo con otras mujeres, incluida su hermana, Cristina.
Al mismo tiempo que su expresión artística se enriquecía, su discapacidad física aumentaba y sufría cada vez más desengaños en el camino de su poco afortunada ruta sentimental.
A pesar de 32 operaciones, de tremendos dolores del cuerpo que paliaba con dificultad, de la amputación de la pierna derecha por debajo de la rodilla, del uso frecuente de rígidos corsés, de pérdidas del alma y del cuerpo, Frida encontró en el arte el paliativo más grande a su dolor y la expresión más perfecta de su presencia en este mundo. Su vida, sus sentimientos y su arte no pueden ser separados porque su obra constituye su biografía.
Entre 1926 y 1954, Frida creó más de 200 dibujos y pinturas sin importar cuál fuera el estado de su alma y de su cuerpo, probablemente viviendo la frase que se le atribuye: “A veces hay que seguir como si nada, como si nadie, como si nunca”.
A pesar de sus impedimentos físicos y de los muchos sufrimientos que le presentó la vida, las alas de Frida fueron grandes y voló muy alto. Nos dejó el legado de su pintura, se constituyó en un símbolo de la mexicanidad contemporánea, pero sobre todo, fue un ejemplo de la fortaleza necesaria para trascender la discapacidad a través de la propia expresión.
“Viva la Vida”, escribió Frida en uno de sus cuadros, y aunque murió el 25 de julio de 1954, jamás se ha cansado de vivir.