Campo minado
En la novela París D.F. (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015), todo es cuestión de geografías y también de calidad literaria. Roberto Wong (1982) hizo un buen uso de los escritores que lo estimularon, con los que se percibe la complicidad de poéticas narrativas: Cortázar, Rimbaud, Lewis Carroll, Poe, Sartre. Con naturalidad y fluidez, la narración plantea situaciones superpuestas, incidentes cotidianos, trágicos, absurdos, cómicos, eróticos, que subrayan la potencia expresiva y el humor del autor. El contexto ya no es la presencia del doble cortazariano, sino su revaloración en el desdoblamiento de ciudades, que deja ver la formación erudita y diversa de Wong. París y el Distrito Federal se traslapan porque en todo lugar está la ruina, la confusión, el pesimismo, la nostalgia. ¿Qué ciudad es más habitable cuando se deja al descubierto la discriminación por raza o por sexo, la inseguridad y la corrupción?
Se trata de la primera novela del escritor tamaulipeco, quien sorprende por la calidad estética de su prosa impecable, que revela un talento capaz de producir algo hondo y personal. Retoma elementos de la cultura mexicana y hace la analogía con la francesa; así destaca su capacidad para defi nir de modo acrobático cuando cambia de atmósfera entre una ciudad y otra, e instala la deseada. En esa fusión, un mosaico de las dos urbes, la mirada de Wong muestra aspectos de actualidad —tráfico de drogas, redes de prostitución, delitos fabricados, frustraciones sociales— de los que nadie habla.
Tampoco es nimio el manejo que hace de la escritura el ganador del Primer Premio Dos Passos para Primera Novela: descriptiva hasta la náusea o tácita cuando lo que nos cuenta lo hace necesario. ParísD.F. capta la vida con los paisajes reconocibles de una ciudad y otra. Tiene algo de historia de iniciación, algo de cuento infantil, pero todo viaje iniciático debe realizarse en solitario, para terminar en una situación diferente, para hallar el mundo esperado. La narración empieza con un arranque magistral: Arturo, el protagonista, realiza un juego de lógica a partir de dos mapas: imagina —sin duda un memorable homenaje a Carroll— que determinados contornos espaciales de las dos ciudades, París y el Distrito Federal, pueden traslaparse y en ese perímetro meter el mundo universal y personal a su antojo. Total, las ruinas o el deterioro de una ciudad no son distintos de otra.
En esta dualidad de capitales también podemos conjeturar otra cuestión: el desdoblamiento de la personalidad del propio autor en relación con su protagonista que tiene la cualidad de escribir, es un poeta que se gana el sustento como empleado de la Farmacia París y sueña con viajar a la Ciudad Luz. Con los mapas en la mano, “Tenía ante mí la llave del azar, el mecanismo para activar la probabilidad. Un engaño, quizá, pero ¿qué no lo es?” ¿Y cuál es su meta? ¿Sigue siendo verdad que todas las ideas vienen de Francia? Aunque no sería muy sostenible la hipótesis, quizás el sueño imposible —por razones económicas— de ir a París no es otro que el eco lejano de aquellos artistas de antaño que viajaban para descubrir su vocación. Así, es probable que en la historia Arturo sea el alterego de Wong. Incluso en la experiencia del personaje, todas las acciones repercuten en su vida, lo marcan y cambian su existencia, como el asalto a su centro de trabajo y la muerte del ladrón. El personaje actúa luego de manera irresponsable, frívola, como lo hacían los escritores que Sartre criticaba, aquellos que escribían sin ninguna responsabilidad. El poeta sabe que puede influir sobre la realidad e intentar corregirla o agravarla. Wong ironiza. Un poema no cambiará el mundo, no sustituirá la realidad que está a punto de revelarse. No es gratuito que Arturo lea poemas en los funerales de sus padres y no se le ocurra ninguno cuando muere Nadege; es como una percepción distinta de la realidad. Como si el protagonista apuntara con el arma de su desprecio. ParísD. F. es campo minado.