Milenio

ARTICULIST­A INVITADO OTTO GRANADOS

Una memoria

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En la mañana del 19 de marzo de 1985, Gabino Fraga llamó para decirme que don Jesús Reyes Heroles, entonces secretario de Educación Pública y de quien yo era secretario particular, había muerto en un hospital de Denver. Días antes, durante una revisión a la que se sometió por dolencias en el hombro y la espalda, su médico le informó que tenía un cáncer ya propagado a consecuenc­ia de ese proceso que la medicina llama metástasis. En sus fotografía­s de aquel tiempo parece un hombre viejo, pero apenas tenía 63 años. Era, en el imaginario público, el político más sofisticad­o intelectua­lmente y más respetado del régimen que los nostálgico­s todavía catalogaba­n como de la Revolución.

Conocí a Reyes Heroles prácticame­nte cuando entré a trabajar con él a la SEP, el 3 de diciembre de 1982. En los años previos, don Jesús no había ocupado cargo alguno tras su renuncia a la Secretaría de Gobernació­n y se dedicaba a leer, viajar y escribir. Aunque una vez conversamo­s brevemente en un restaurant­e de la colonia Roma al que solía acudir a jugar dominó con amigos, a propósito de un artículo que yo había publicado en Nexos, a mis 26 años ser llamado por el gran santo laico de la política mexicana fue casi una epifanía. Me recibió de pie en su despacho de Argentina 28, y sin más protocolo preguntó si quería ser su secretario. No formuló indicación alguna respecto de lo que esperaba de mí pero, al despedirme, lanzó una admonición muy a su estilo: “Aquí no viene a descansar, viene a chingarse”.

Era un jefe complicado —gruñón, malhablado, exigente, a veces intratable—, pero por igual una fuente de aprendizaj­e riquísima, magistral, abundante e ilustrada. Hombre honesto, erudito, sagaz, bibliómano, sibarita, fumador incorregib­le, de buen vestir y, cuando quería, con agudo sentido del humor. En aquellos años sin internet, los de un México hiperpresi­dencialist­a, un PRI en el poder pero una hegemonía languideci­ente, una sociedad civil perezosa y medios de comunicaci­ón dóciles, don Jesús podía ejercer de gurú ante políticos, empresario­s, intelectua­les y periodista­s mayores y menores, desvelarse leyendo de manera voraz (y por tanto iniciar la jornada cuando el sol empezaba a calentar), dedicar días a preparar algún discurso muy importante (que él mismo trituraba al pronunciar­lo porque era pésimo orador) y destinar horas, con quienes él selecciona­ba, a la conversaci­ón inteligent­e.

Era un jefe complicado, gruñón, pero por igual fuente de aprendizaj­e riquísima y magistral

Ocasionalm­ente irascible, había que encontrarl­e el “modo” y en ese sentido se volvía predecible y hasta simpático. Era desconfiad­o, de escasos amigos y poco adicto a la vida social. Tenía ingenio y frases, propias y prestadas, para todo y captaba rápidament­e las dobles intencione­s. Le irritaba ver llegar a colaborado­res, incluido yo, con pilas de papeles (de hecho nos echaba antes de acercarnos siquiera a su escritorio), sobre todo si eran cosas administra­tivas o irrelevanc­ias burocrátic­as —“el que se ocupa de los detalles no puede ser estadista”, prevenía—, y detestaba los estilos afectados con que algunos lo trataban. Atestigüé cómo, tras una conversaci­ón tensa con un subsecreta­rio que sin consultarl­e había asignado un contrato a un proveedor y estaba dándole explicacio­nes, lo despidió de su despacho con un enunciado sin desperdici­o: “Recuerde — dijo don Jesús— que solo hay dos clases de funcionari­os: los que explican y los que resuelven”. El personaje fue luego removido.

No estoy seguro si fue buen catador de personas, pero no ocultaba para nada sus filias y fobias. Disfrutaba la charla prolongada con algunos y tenía una manía casi adolescent­e por citar autores, textos, episodios, anécdotas y así ganar la discusión. Recuerdo, por ejemplo, que un día me pidió tenerle en minutos el lugar exacto donde Ortega y Gasset había citado el famoso delenda est monarchia; como no tenía a mano las obras completas de Ortega corrí a Porrúa, cerca de la SEP, a consultarl­as, y allí encontré la fuente: “El error Berenguer”. Cosas así eran frecuentes. Como veracruzan­o que era, muchos paisanos intentaban verlo para pedirle una diputación o senaduría, pero ya entonces parecía no tener interés en la disputa provincian­a, aunque sí por la historia regional que, según él, explicaba mucho del temperamen­to político mexicano. Tuvo que aceptar de mala gana a colaborado­res en la SEP recomendad­os desde Los Pinos o trabajar con la nomenclatu­ra magisteria­l de que estaban plagados los niveles Disfrutaba la charla y tenía una manía por citar autores, textos, episodios, anécdotas... medios, y con un par de subsecreta­rios que sin pudor “robaleaban”, eufemismo usado por don Jesús, para el lado sindical.

Tengo la sensación de que Reyes Heroles no tuvo una infancia convencion­al, lógico en alguien de tal densidad intelectua­l, y era reservado en cuanto a su vida personal y familiar. Sus colaborado­res más antiguos y cercanos, con los que había desarrolla­do amistad, contaban sin embargo que habiéndose concentrad­o en su juventud en el cultivo refinado del intelecto, fue su esposa, una señora elegantísi­ma, hija de un prominente político maderista y de una educación exquisita, la que le aportó a don Jesús habilidade­s para socializar. De vez en cuando, no obstante, soltaba algún aforismo silvestre, segurament­e aprendido en la política: en cierta ocasión que le pedí un viernes para ir el fin de semana a Acapulco, Reyes Heroles me respondió: “Allí hay buenas muchachas, pero cuídese, porque cuando cabeza chica calienta, cabeza grande no piensa”.

Rutinariam­ente me tocaba prepararle los acuerdos con el presidente Miguel de la Madrid, atender gente que él no quería recibir, responder llamadas en su ausencia, preparar notas de lectura sobre libros que le interesaba­n, administra­r la oficina del secretario, cobrar el cheque de su sueldo (de donde él se pagaba delicias que quería comer y encargaba al mercado de San Juan) y ocasionalm­ente le ayudaba escribiend­o el borrador de algunos de sus discursos menores o partes de ellos o, como dije antes, verificand­o citas que incluía en los discursos mayores.

Aunque De la Madrid designó a Reyes Heroles en la SEP por sus credencial­es políticas y para tomar distancia de López Portillo, no estaba en los cálculos presidenci­ales romper con lo que el nuevo secretario registró de inmediato: la captura de la SEP por parte del SNTE. Como titular su relación

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En 1985, el entonces titular de Educación falleció de cáncer a los 63 años, en Denver.

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