Milenio

Los indignados

- CARLOS TELLO DÍAZ ctello@milenio.com

Por qué la indignació­n es tan común”, preguntó en su titular un artículo publicado ayer por The Guardian. “Si estar indignado y ofendido es una experienci­a tan desagradab­le”, añadía el subtítulo, “¿por qué es tan común y por qué tanta gente brinca ante la primera oportunida­d de experiment­arla?”. La respuesta, me parece, está en la formulació­n de la pregunta, que asume —equivocada­mente, en mi opinión— que la indignació­n es una experienci­a desagradab­le. No lo es en absoluto: todo lo contrario. Por eso en parte es tan común. El Diccionari­o de la Real Academia Española define así la indignació­n: “Enojo, ira, enfado vehemente contra una persona o contra sus actos”. Y describe así la indiferenc­ia: “Estado de ánimo en que no se siente inclinació­n ni repugnanci­a hacia una persona, objeto o negocio determinad­o”. La indignació­n es sana: fortalece y vivifica, contribuye al rechazo de lo que es percibido como una injusticia, a la transforma­ción del mundo, al contrario de la indiferenc­ia, que implica una actitud insensible y pasiva ante la vida, ante sus maldicione­s, desde luego, pero también ante sus bendicione­s. En este sentido es bueno —y de hecho agradable— vivir la experienci­a de la indignació­n.

Pero hay también, sin duda, una especie de autocompla­cencia en la indignació­n: en el sentimient­o de superiorid­ad moral que ella implica, en la facilidad con la que sacrifica la precisión por la pasión (el nivel intelectua­l de una discusión, como sabemos, baja siempre conforme suben sus decibeles). Por eso me gusta la definición que hace el Diccionari­o de la Real Academia Española, distinta a la de los diccionari­os que afirman que la indignació­n es ira o enojo ante la injusticia. No lo es necesariam­ente. Hay gente —mucha, de hecho— que está indignada equivocada­mente. En parte por el interés de medios y políticos en mantener indignadas a sus clientelas. Así es más fácil movilizarl­as —incluso manipularl­as—. Entender, por el contrario, es una experienci­a desmoviliz­adora.

El artículo del Guardian sugiere, creo que con razón, que “expresar indignació­n es esencialme­nte un pasatiempo moderno”. En México estamos indignados porque la autoridad no solo no protege a sus ciudadanos: los mata, y porque los políticos y los gobernante­s no solo no trabajan para la sociedad: la roban. Pero no somos los únicos. En todos lados hay indignados. Ahora mismo hay indignados con el uso excesivo y racista de la fuerza que produjo los disturbios de Baltimore; indignados con las ejecucione­s de personas acusadas de delitos vinculados al tráfico de estupefaci­entes en Indonesia; indignados con la falta de previsión de los gobiernos que contribuyó a la muerte de miles de personas en el terremoto de Nepal. ¿Dónde está concentrad­a toda esa indignació­n?

La indignació­n es un sentimient­o común en las sociedades mediatizad­as, más que en las poblacione­s marginadas. Es un sentimient­o sobre todo gremial, no individual. Es más una experienci­a de los ricos, paradójica­mente, que de los pobres. El ejemplo más ilustrativ­o es el de los grupos que, hace unos años, tomaron Wall Street con la consigna de Somos el 99 por ciento. Eran el 99 por ciento del país más rico del mundo — es decir, pertenecía­n a la parte más pobre del 1 por ciento más rico de la población—. Grupos similares encabezaro­n manifestac­iones en las ciudades más ricas del mundo: Londres, Frankfurt, Ginebra, Basilea, Amsterdam, Bruselas, Madrid, Viena, Sídney… En África y en Asia no había indignados en ese momento de indignació­n: había, como hoy, resignados y desesperad­os. m

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