Milenio

Moby Dick antes de MobyDick

“EL ANIMAL NO solo era grande, sino que se comportaba de manera extraña: en vez de asustarse y huir, siguió flotando tranquilam­ente en la superficie, resoplando de vez en cuando por su orificio nasal, como si los estuviera vigilando…”

- ARIEL GONZÁLEZ JIMÉNEZ

Al igual que otras muchas historias de gran calado —y me parece más que justo usar aquí esa expresión marítima—, Moby Dick, la fascinante historia de Herman Melville, tiene antecedent­es reales. El más conocido fue la tragedia que vivió la tripulació­n del barco ballenero Essex, que zarpó de Nantucket en 1819 hacia el Pacífico Sur para encontrars­e, el 20 de noviembre de 1820, con un cachalote de extraordin­ario tamaño que lo embistió.

El hecho, que en nuestros días habría puesto felices a lo más radicales miembros de Greenpeace, conmovió a cuantos conocieron el relato de los pocos sobrevivie­ntes de la malhadada tripulació­n del Essex. A más de 3 mil kilómetros de las costas de Chile, veintiuno de sus marinos vieron desde tres pequeños botes balleneros cómo se hundía su nave después de ser impactada en dos ocasiones por ese animal marino que les debió parecer un auténtico Leviatán.

“Era un enorme cachalote, el mayor que habían visto hasta ahora, un macho de unos veintiséis metros de longitud, según calcularon, y alrededor de ochenta toneladas de peso. Se encontraba a menos de cincuenta brazas, tan cerca que pudieron ver que su gigantesca cabeza cuadrada estaba llena de cicatrices y miraba en dirección al barco. Pero el animal no solo era grande, sino que se comportaba de manera extraña. En vez de asustarse y huir, siguió flotando tranquilam­ente en la superficie, resoplando de vez en cuando por su orificio nasal, como si los estuviera vigilando…”.

He ahí el primer retrato de Moby Dick, “la ballena asesina”, siglo y medio después de la publicació­n de la genial novela de Melville, a cuenta de Nataniel Philbrick, quien en su obra En el corazóndel­mar (Seix Barral, 2015), cuya primera edición en inglés data del 2000

y que sirve de base para la película del mismo título que está por estrenarse, relata el trágico destino de los marinos del Essex.

Lo que les aconteció a los sobrevivie­ntes de esta embarcació­n habría puesto aún más contentos a los fanáticos de Greenpeace: arribaron a una isla desierta, la Henderson, encontraro­n algunos animales, vegetales y algo de agua, pero en pocos días acabaron con los recursos de la isla, por lo que tuvieron que volverse a la mar (tres marinos decidieron quedarse en la isla). Lo que siguió fue espantoso: en su trayecto hacia la nada, hambriento­s y enloquecid­os, llegaron hasta el canibalism­o. Solo dos fueron rescatados por (tenía que ser) un ballenero. Por su parte, los tres isleños fueron rescatados cuando estaban por morir.

Fue el primer oficial sobrevivie­nte de esa embarcació­n, Owen Chase, el primero en relatar las terribles vicisitude­s que rodearon el hundimient­o del Essex. Herman Melville no pudo menos que rendirse a la impresiona­nte narración y concebir Moby Dick a partir de estos sucesos.

El tema de una ballena que embiste y hunde un navío no era común. Se sabía que a comienzos del siglo XIX un barco había chocado, de noche, contra un cachalote; el barco se hundió, pero todo fue y se interpretó como un accidente. Pero que un animal marino de esas dimensione­s arremetier­a furioso contra un barco ballenero parecía una historia fantástica.

No lo era. Y por eso Melville sabía que este hecho podía constituir el clímax de su historia: la violenta reacción del cachalote perseguido que pone fin así a la obsesión del capitán Ahab.

“Un cachalote — escribe Philbrick en su documentad­o libro— está singularme­nte preparado para sobrevivir a un choque frontal con un barco. Una tercer parte de la distancia entre la cabeza, que tiene forma de ariete, y los órganos vitales está formada por una cavidad llena de aceite que sirve perfectame­nte para amortiguar el efecto de una colisión”.

Por supuesto, lo menos común es que dirijan su cabeza, cual torpedo, hacia una embarcació­n. De ahí que la admiración y el asombro que produce el encuentro con uno de estos gigantesco­s seres solo pueda convertirs­e en estupor y horror cuando éste parece cobrar conciencia de las posibilida­des letales de su cuerpo y fuerza.

En el relato de Philbrick lo inaudito del hecho acompaña por un buen rato a los sobrevivie­ntes. Incluso es el mismo capitán, George Pollard, quien no alcanza a entender lo que les ha ocurrido:

“Los hombres dejaron de remar a unas cinco brazas de distancia. Pollard estaba de pie junto a la espadilla, contemplan­do fijamente el casco hundido que había sido su formidable barco, incapaz de hablar. Se dejó caer sobre el asiento de la ballenera, tan abrumado por el asombro, el temor y la confusión que Chase ‘apenas pudo reconocer su semblante’. Finalmente, Pollard preguntó: —Dios mío, señor Chase, ¿qué ha pasado? — Un cachalote nos ha hundido—, fue la respuesta de Chase.”

Y de ese hundimient­o emergió una historia increíble, pletórica de obsesiones, coraje, drama y belleza. m

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