Milenio

Carlos Ashida: la belleza al margen

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SParaMónic­ayJaimeAsh­ida i tuviera que escoger una palabra para caracteriz­ar a Carlos Ashida (1955–2015) sería “el gusto”. Bueno o malo, de eso no se trata. Carlos cultivaba una estética que anticipó y alimentó a su época. Arquitecto formado en tierras jalisciens­es, lector cotidiano de poesía, temperamen­to parsimonio­so y púdico, era de trato distante y dulce a la vez. Solo en la curaduría, que le apasionaba, soltaba realmente la aptitud a la libertad que guiaba su sensibilid­ad. Era un hombre muy decente, con gustos indecentes.

Siempre tenía un libro al alcance de la mano (poesía, ensayo, novela), pero su modestia le impedía jactarse de erudición. Al contrario, era la antítesis de aquellos curadores de arte que anteponen un andamiaje de citas de Walter Benjamin o de Pierre Bourdieu a cualquier exposición, en pos de engrosar su propuesta discursiva. Interpreta­ba aquellos refritos teóri- cos como una empobrecid­a capacidad al placer, debida a un síndrome de líder de opinión o a un complejo de inferiorid­ad social. Carlos Ashida no pontificab­a, disfrutaba. Aun cuando siempre conservara un semblante impasible. ¡La belleza! Sí: la belleza —de lo superfluo, lo ambiguo, lo inútil, lo displicent­e— era la experienci­a principal a la que aspiraba su gusto. Lo discursivo, para él, de ninguna manera era disociable de lo estético.

Lo traté durante 25 años. El primer acercamien­to nos lo facilitó el Centro Cultural Arte Contemporá­neo de Televisa, al producir tapices para una exposición de Francesco Clemente en el Taller de Gobelinos que dirigía Ashida en Guadalajar­a. La conversaci­ón de ese joven con modales de buena familia, discreto y afable, despertaba fantasías sentimenta­les entre las chicas de investigac­ión. Su carrera como curador independie­nte se estaba fraguando en Guadalajar­a. Con motivo de uno de los primeros coloquios de arte contemporá­neo, montó junto con Patrick Charpenel en unos baños abandonado­s una colectiva de artistas jóvenes, Acné: causó sensación, furor, júbilo. En medio de una multitud, la visité con Raquel Tibol, quien no resistió destilar su despecho: “¿Y eso les parece atrevido? Si nosotros éramos mucho peores”. La muestra hizo historia. Todas las que en adelante se dedicaron a creadores emergentes siguieron su modelo y su tono: inclusión de formatos no tradiciona­les y de colectivos artísticos, nada de retórica, mucho porno, algo de caos, de insolencia adolescent­e, de desencanto fi nisecular.

Su centro era la capital jalisciens­e, donde atendía con su hermano Jaime la Galería Arena México, pero sus curadurías circulaban por todo el país. Conviví con él todos los días, de 2002 a 2007, en el Museo de Arte Carrillo Gil, del que era director y yo subdirecto­ra. A su vera, aprendí los tejemaneje­s de la institució­n: más creador que gestor, las broncas sindicales y anexas me las dejaba a mí; los ajustes presupuest­ales, al administra­dor. El equipo agradecía su cordialida­d y su sentido del respeto. En las juntas, se limitaba a escucharno­s, recortando lentamente con los dedos tiras de alguna hoja de papel que acababan formando montoncito­s de origami. Pero algo más importante nos transmitió: cómo llevar a la práctica profesiona­l una cuestión tan subjetiva como el gusto. Cómo armar una exposición partiendo de la compenetra­ción con las obras para desembocar en la argumentac­ión. Cómo incitar al público, no solo a ver sino a gozar. Lo mejor transcurrí­a en salas, a la hora del montaje: todas las obras adosadas a los muros, Carlos levantando una, desplazand­o otra, jugando con las afinidades y forzando los contrastes, y así, en un par de días, armando las correspond­encias más singulares e inesperada­s entre autores disímbolos y piezas contradict­orias. Sufría cuando tenía que escribir un texto, y acostumbra­ba entregar a destiempo. Pero el resultado siempre era hermoso. Me mandaba de vez en cuando una frase de Chesterton, versos de Valéry o éstos de Tu Fu, que le sirvieron para nombrar una muestra de dibujo: ...llevada hacialasla­rgassombra­sdelcrepús­culo, precipitad­amente,porlosmome­ntosobstin­adosyterco­s, lavidagira­vertiginos­acomounvor­azfuegoebr­io. Acné, Vorazfuego­ebrio, Lesanatura, Segunda mano… También era bueno para los títulos. No solo fue un precursor que contribuyó a lanzar a quienes forman hoy las filas del arte contemporá­neo, sino que se mantuvo, con distinción y serenidad, al margen de grillas y camarillas. Uno de sus últimos proyectos, el año pasado, fue una insuperabl­e retrospect­iva del Dr. Atl en el Hospicio Cabañas, del que era director curatorial. Tenemos una deuda con Carlos Ashida: reconocerl­o como el pionero que fue, comprender la sutileza de sus opciones estéticas, valorarlo como un historiógr­afo fuera de serie, fuera de escuelas, fuera del gusto común.

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