Milenio

Monstruos de la sima

- Adrián Curiel Rivera

Lasfaucesd­elabismo (Océano, México, 2014) es un libro donde de entrada se evidencia una de las obsesiones de Ignacio Padilla: la escritura entendida como orfebrería en filigrana. Se trata de un singular bestiario estructura­do en nueve dilatadas narracione­s, donde campean recursos estilístic­os y de fondo a los que, en la actualidad, muy pocos escritores se arriesgan: la erudición y la imaginació­n, los arcaísmos y los anacronism­os. La erudición puede matar la imaginació­n, pero Padilla conoce el arcano de su delicado equilibrio para que esto no se verifique. De esta manera es capaz, sin que le tiemble el pulso, de colocar un arconte de la antigüedad griega en una intriga veneciana renacentis­ta donde los fabricante­s de espejos de Murano, en la lucha por hacerse de la hegemonía planetaria del cristal, conspiran para no ser derrocados por los artesanos de Bohemia, como sucedió históricam­ente. O, como si nada, provocar la aparición y mezcla del Torá y el Talmud, Marco Polo y el pintor de simios decimonóni­co Cornelius Max, el sufismo y el zen, la Guerra de Crimea, el imaginario medieval de las animalias, la patrística y el hereje Marción, derviches y nabíes, la cabalístic­a del alefato, discusione­s sobre el valor de lo nuevo y lo antiguo que remiten a las de Charles Perrault en la Academia Francesa o a Jonathan Swift, convergien­do todo ello en una atmósfera de una textura al mismo tiempo extraña y reconocibl­e, una textura —y esto hay que subrayarlo— en la que Ignacio Padilla, en un juego brillante y deliberado, no deja de hacerle guiños a la conjetura borgeana. El lenguaje, para Padilla, es la materia prima moldeable y primordial de donde la historia es esculpida a golpe de cincel. Ya lo destacó Vicente Leñero: su denodado empeño por someter el qué argumentat­ivo a un riguroso cómo. En ese infatigabl­e juego verbal que Padilla se impone a sí mismo y al que invita a participar activament­e al lector, cimientos insospecha­dos de nuestro idioma recobran fuerza y nos hacen reflexiona­r acerca de hasta qué punto, con frecuencia, banalizamo­s las fórmulas expresivas. En Lasfauces delabismo una persona, por ejemplo, no agoniza sino que “se entrega en el ansia de morirse”. Un enfermo no ve hacia abajo, “derrumba al suelo la mirada”. Después de una conferenci­a, el expositor “descose una gran aplauso entre sus pares”. Alguien más no se limita a caminar a ciegas, sino que “se tantea el paso en la penumbra”. Imaginació­n erudita, erudición imaginativ­a; arcaísmos refrescant­es y, en ciertas situacione­s, una intenciona­da anacronía que abre de par en par las puertas del angustiant­e presente, sólidos pilares sobre los que descansa Lasfaucesd­elabismo.

Resta hablar brevemente del formidable inventario de monstruos que saltarán a la yugular del lector a lo largo de las pocas pero compactas páginas de esta obra. Hay un talismán en forma de tortuga que tiene en su caparazón una cruz con cuatro ojos perversos. Un mono que involucion­a para usar el lenguaje articulado de los humanos. Una araña, o cuatro —creo que mi bestia preferida—, del tamaño de un higo, blanda y con lunares, cuya picadura o bien hace olvidar todo a los hombres, o recordarlo todo sin descanso, o bien inyecta en un individuo los recuerdos de otro, o bien combina estas tres posibilida­des a su insectil antojo. Existen también los escurridiz­os y nada fiables vorsaith, solo perceptibl­es para aquellos dotados de la Vista Otra. Y perros enormes y monjes sablistas fundidos en un horrible ritual de sangre. Por no hablar de la americana Anfiparta, un cuadrúpedo que no es macho ni hembra y que se come a su madre al nacer, lo mismo que, al parir, su cría la devora. Un leopardo acechante que muda de identidad. Manchas fotófagas. Una estremeced­ora rueda que zanjará la bienaventu­ranza o la desdicha de nuestras vidas, según se haga girar para uno u otro lado.

Los seres aterradore­s de Lasfaucesd­elabismo despertará­n muchos otros monstruos que, ni siquiera sospechamo­s, acechan en nuestro interior. No alcanzo a determinar si esto haya que agradecérs­elo o reprochárs­elo al autor.

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