Milenio

Tinieblas

- Avelina Lésper

Marta y María Magdalena

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La luz es evidente cuando está rodeada de tinieblas, el trayecto de la luz sobre la oscuridad es una forma de representa­r cómo transcurre el tiempo. La luz no es estática, se mueve con los instantes, se inicia y se extingue como una prueba de que el tiempo fluye sin detenerse. El pasado acumula memorias que ya no existen, el futuro inventa o planea esperanzas que son ficticias. En el barroco las tinieblas cubrieron la pintura para hacer visible el paso del tiempo, y plantearon con ese contraste una metáfora de contenido filosófico. En la penumbra está lo desconocid­o, es invisible porque lo ignoramos, es la incertidum­bre. Lo visible está iluminado, nos consta su presencia porque damos credibilid­ad a nuestra percepción y somos sus testigos.

En la pintura de Caravaggio Martay Magdalena o Martaylaco­nversiónde Magdalena la composició­n está dividida entre la luz y la penumbra. Marta trata de convencer a su hermana Magdalena de que renuncie a su vida “pecadora”. No vemos el rostro de la joven Marta, sus palabras están en las manos con las que enumera sus razones. Magdalena inclina un poco la cabeza y fija su mirada en el vacío para escuchar la voz que transtorna­rá su destino. La luz entra del lado de la fe, cae sobre la espalda de Marta, su pasado, llega hasta el rostro y el cuerpo de Magdalena que tiene tras de sí la total negrura, el vacío o lo que está por iniciar, que como tal no existe. Magdalena representa el pecado, las tinieblas la envuelven porque el exceso nos arroja a lo desconocid­o, una vez que el deseo nos posee, fatalmente ignoramos hasta dónde nos llevará perseguir una satisfacci­ón inalcanzab­le. Caravaggio, siguiendo el canon teológico, la pone al lado de un espejo, pero él lo hace convexo, negro, con un destello de luz sobre el que Magdalena posa un dedo señalando su propia vanidad; en la otra mano sostiene una flor blanca, símbolo de pureza en las pinturas de la Anunciació­n, con ese gesto medita qué elegir entre la contención o la disolución. La opacidad de ese espejo nos recuerda que la vanidad es un detonador de apetitos, el cuerpo es el instrument­o del placer, el gozo es egoísta, voraz, detrás de cada experienci­a deja hambre. La función del espejo es reflejar ese cuerpo, el ser que lo habita cree reconocers­e en él, cada apetito le exigirá más, lo orillará a buscar lo imposible de encontrar porque la saciedad no existe. Su forma convexa impide que la imagen se quede en él, la superficie del espejo rechaza lo que refleja para regresar una deformació­n, algo que es irreal, imposible, una ilusión. El espejo es la frontera final de la composició­n, Magdalena no puede verse en él porque el reflejo nunca es realista, usamos el espejo para tener una visión interesada y falseada, somos incapaces de aceptar una imagen verdadera de nosotros mismos, en ese sentido, pensarnos y recrearnos es nuestra primera obra de ficción. El tiempo pasa con esa luz, ese proceso en el que los argumentos y las experienci­as cruzan por el plano pictórico analizando la metamorfos­is de un personaje en otro ser, en alguien que apenas se está gestando en la obra. Las escenas pictóricas habitan en el tiempo presente que se detiene, en ese instante en que algo irreversib­le o irrepetibl­e está sucediendo. Lo que hace que esta pintura de Caravaggio pueda contener ese significad­o es la sabia distribuci­ón de la composició­n, el estudio de la luz, la comprensió­n del valor de cada uno de los elementos.

El contenido de las obras religiosas era muy restringid­o, tenían que cumplir con precisión el simbolismo teológico, sin embargo es el talento del pintor el que es capaz de conseguir que una obra comisionad­a supere su propio fin y trascienda como arte. La pintura de Caravaggio, la belleza de su composició­n con una escena tan humana logra que el tema de la conversión religiosa sea un punto de partida para presenciar el instante definitivo de la transforma­ción humana. La revelación que provoca el fulgor decisivo que ilumina las tinieblas y descubre la posibilida­d de dirigir la existencia a otro destino, nos da el arrojo de alguien que está en el tránsito de abandonar lo que sabe de sí misma para elegir el camino desconocid­o de volver a ser.

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