Milenio

Ciudad sin memoria

Entrevista a Héctor de Mauleón

- Iván Ríos Gascón

Héctor de Mauleón es un cronista esencial de la Ciudad de México. Novelista, cuentista y periodista, de su bibliograf­ía, entre la que se cuentan La perfectae spiral, Como nada en el mundo y Elsecreto dela Noche Triste (narrativa), destacan sus volúmenes de crónica El tiempo repentino, Marcadesan­gre. Los años dela del incuencia organizada, Elder rumbedelos­í dolos y una vasta antología de la obra de Ángel de Campo, Micrós. Conductor del programa ElFoco, de Canal 40, transmisió­n dedicada al redescubri­miento de los rincones emblemátic­os de la ciudad más grande del mundo, De Mauleón es un flâneur que en cada expedición va reuniendo el tiempo recobrado. La ciudad que nos inventa (Cal y Arena, 2015), su más reciente libro, comienza con la metrópoli de 1509 y concluye, de manera provisiona­l, en 2014, como un itinerario en el que los fantasmas y sus reinos adquieren un soplo de vida, quizá porque la memoria es algo similar, un espectro que aparece de improviso para volver a desvanecer­se. Parece que habitamos una ciudad sin memoria. Cuando pienso en todos esos inmuebles que se tiran para levantar multifamil­iares u oficinas, me convenzo de que no hay una voluntad por preservar los recuerdos de la urbe. Esa es una de las grandes maldicione­s de estos tiempos. No haber preservado la memoria. De hecho, combatir la memoria parece ser el sino. Yo siempre cito una frase de Artemio de Valle Arizpe, que dice que la verdadera maldición de la ciudad es tirar lo único para levantar lo que se encuentra en cualquier parte. Y él lo decía a propósito del Hospital de Terceros, que demolieron para hacer lo que a Artemio le parecía un edificio loco. Es decir, tiras un convento para hacer un estacionam­iento, ¿por qué precisamen­te ahí? Hay muchas razones: razones políticas, estéticas o modas, que han atentado contra la memoria. Juárez quiso borrar el mundo colonial y mandó tirar los conventos y los templos para entregar los predios a la gente y hacerlos vecindades, pero muchos otros simplement­e los demolió. Cuando le preguntaro­n, ¿te das cuenta que estás socavando tres siglos de pasado?, contestó: “Mi compromiso es con el futuro y no con el pasado. Procedan”, le ordenó a Gabino Barreda. Entonces, por borrar el pasado español se atentó contra la memoria. Como si las piedras fueran responsabl­es de lo que iba sucediendo.

Luego, el porfi riato odió también lo que hizo Juárez y por imponer un modelo europeo o por traer París a México, levantó edificios afrancesad­os. Después la Revolución: mira lo que le hizo a la colonia Juárez: destruyó lo más que pudo para demoler el porfi riato. Cada sexenio se empeña en tirar lo que hizo el anterior. En esa carrera, la ciudad ha pagado un precio exorbitant­e.

La ciudad también se le entregó al automóvil. El automóvil llegó a México en 1895, 1896, y, a partir de ese momento, todo el diseño urbano se hizo en función de abrirle paso a su majestad, el auto. Ahí comienza el tiradero. La primera gran destrucció­n fue para abrir 20 de Noviembre. Arrasaron ocho manzanas de caserones coloniales, todo lo que era la parte sur de la ciudad en ese tiempo. Ocho manzanas para que 20 de Noviembre corriera de Tlaxcoaque al Zócalo. Y después vinieron los ejes viales y todo lo demás.

Manuel Payno decía que si te ibas de México diez años, al volver te parecía que estabas en otra ciudad, por todo lo que había cambiado. Arrasar y construir. La impronta de quienes gobiernan la ciudad. Sí, es una constante, pero hay que recordar que la revaloraci­ón del pasado solo estuvo en manos de unos cuantos. Nunca fue compartida por el poder, ni siquiera por la sociedad. Lo antiguo se considerab­a viejo. Se demolía en aras de lo moderno. Era, también, una postura. La revaloraci­ón comenzó muy tarde. La declarator­ia de monumentos históricos en la Ciudad de México se llevó a cabo en 1933, cuando ya llevaban 110 años destruyend­o.

Por su parte, el rescate del Centro Histórico comienza casi 60 años después, a fi nales de los años ochenta y principios de los noventa. Para entonces, lo que se había perdido era tremendo. Hay un libro fundamenta­l sobre este asunto: Crónica del patrimonio perdido, de Guillermo Tovar de Teresa, un repaso de lo que ya no existe, de lo que queda solo en fotografía­s y documentos. Generalmen­te sentimos más fascinació­n por las ciudades ajenas. Los mexicanos regresan encantados por lo que vieron en París, se asombran de la arquitectu­ra de Londres; por ejemplo, esas placas que adornan ciertas casonas y que dan cuenta de quienes las habitaron, escritores, ministros o artistas, detalles que son escasos en este país. La mirada en otro lado. Eso viene del trauma o del complejo de inferiorid­ad colonial. No obstante, creo que ahora, en este momento, las cosas han cambiado. Hay una curiosidad entre los jóvenes, que antes solo era asunto de ancianos, que están ávidos de entender, de conocer y descifrar la ciudad. Eso no pasaba antes: se está cobrando conciencia de que esta ciudad va a cumplir cinco siglos, en 2021, de haber sido fundada por Cortés. Y 700 años de haber sido creada por los mexicas. Pero aún existen ciertos lugares emblemátic­os. Por supuesto. Lo que hoy conocemos como el Centro de la ciudad, en realidad es una urbe de finales del siglo XVIII. De los últimos tercios de ese siglo. Del siglo XVI no hay nada, del siglo XVII queda poquísimo, y la idea que tenemos del Centro proviene de una moda arquitectó­nica de 1760, 1770 y 1780. Son arcos, patios, portones y cantera. La ciudad barroca es lo que nos quedó y lo anterior se borró. No tenemos ni idea de cómo pudo haber sido la ciudad en 1600 o 1700. Curiosamen­te sobrevive lo que está abajo. La ciudad es como un palimpsest­o. Quizá no hay nada del siglo XVI o XVII, pero abajo sí está la época prehispáni­ca. Lo que Cortés no sabía es que estaban construyen­do una pirámide encima de otra. Eso fue lo que nos dio tanta informació­n del Templo Mayor pues, aunque arrasaron, abajo se quedaron otros templos. Estaban los restos de una construcci­ón encerrada dentro

de lo que aplastó Cortés, y eso, precisamen­te, es lo que ha arrojado más informació­n sobre la ciudad mexica. Ahora bien, imagínate todo lo que destruyero­n al introducir el Metro por Tacuba: le da la vuelta al Zócalo, pasa frente a la Catedral y Palacio Nacional y se va por la vieja Calzada Iztapalapa, que hoy es Tlalpan. La excavación atraviesa el alma del recinto ceremonial azteca. Eso sucede en tiempos de Díaz Ordaz, y nunca nos enteraremo­s de lo que demolieron. Tuvieron que entrar desbaratan­do muros y calles de una ciudad que estaba abajo, porque todo está erigido sobre algo.

Uno de los hallazgos más relevantes que he obtenido tratando de entender las calles es que el Centro está ondulado. Las calles son onduladas porque donde está la ondulación hay una construcci­ón prehispáni­ca. Un edificio se halla sobre eso y el resto se hunde en el subsuelo, pero éste sobresale porque está encima de una edificació­n de piedra. Cuando vas por esas calles del Centro y se ve ondulado es por eso. Debajo hay un basamento prehispáni­co, mexica.

Cuando hicieron el Metro yo vivía cerca de la calzada México–Tacuba, en la calle Amado Nervo, y con la excavación empezó a salir todo lo que se perdió en la Noche Triste: pedazos de armaduras, lanzas, un tejo de oro, y luego, en las obras del Metro en la calle de Tacuba, en el Zócalo, comenzaron a emerger los templos.

Debajo de nosotros hay otra ciudad. Donde toques hay un secreto. Hay un tesoro perdido bajo tus pies, donde la gente camina, donde pasan los coches. La ciudad es como un cofre, un tesoro que hay que recuperar. Con los espacios físicos también se pierden los recuerdos personales, las leyendas, los rumores. Una casona pudo ser la referencia de algo que sucedió. Esa es otra cualidad. La calle de La Joya, por ejemplo. Ahí está la plaquita que la nombra (en 5 de Febrero) y ninguno de los cronistas sabe por qué le pusieron así, La Joya. Es algo que se perdió, que no tiene memoria. Marroquí cuenta que le intrigaba aquel nombre y por más que le buscaba no hallaba una explicació­n. Marroquí hizo la memoria de casi todos los nombres de las calles. Por qué se llamaba, por ejemplo, la calle Montevilla. Sin embargo, con La Joya era imposible, y una vez leyó en un periódico un artículo de Vicente Riva Palacio, que explicaba el nombre. El texto contaba un drama pasional: un hombre pescó a su mujer recibiendo una joya de otro individuo y mató a los dos. El asesino clavó la joya en la puerta de su casa para que la gente viera cómo se cuida la honra. Marroquí narra que salió a buscar a Riva Palacio y le dijo: “Oiga, de dónde sacó este documento, esta historia”. Riva Palacio contestó: “No la saqué de ningún lado, la inventé”.

Ese es un ejemplo de cómo se pueden ir perdiendo los significad­os, las esencias. Algo que también suele perturbarn­os es que cada edificio que tenga 200 o 300 años se haya ido. Hubo gente que se enamoró, que se murió o que sufrió en esos edificios, hubo gente que ahí aprendió a hablar, es decir, en esas casas en ruinas pasaron cosas y de repente se va el edificio y se lleva la memoria. Buen punto. Los nombres y el pasado… Lo de los nombres es otra decisión política. La Revolución convirtió las calles en pizarrones, en clases de historia. Zapata, Constituci­ón de 1917, 20 de Noviembre, 5 de Febrero, Hidalgo… Eso lo empezaron Juárez y sus secuaces, los liberales: ponerle a una calle Leandro Valle y quitarle los Sepulcros de Santo Domingo. Desde ahí comienza el exterminio de la memoria, porque al principio cada rincón de la ciudad recibía los nombres de algo que había pasado o de alguien que ahí vivió.

Había calles que se nombraban con los apellidos de los vecinos más relevantes, como Ortega. O si un hospital se situaba en una calle, ésta era la de San Andrés por el hospital u otras veces por algún suceso: la calle de Las Carreras, donde ocurrió la corretiza; la calle de La Amargura, donde mataron a un montón de españoles en la toma de Tenochtitl­an y donde, por tanto, sufrieron mucho. Obregón, para agradecer a los países latinoamer­icanos que reconocier­on su gobierno, rompe tres siglos de memoria y nombra calles como República de Brasil, de Colombia, de Chile, de Guatemala y Argentina. Lo bueno es que se le acabó América Latina, y todavía tenemos las calles de Plateros y Madero. Isabel la Católica, Bolívar y luego 20 de Noviembre se vuelven un discurso político a costa de la memoria. Eso es parte de lo que se pierde. La decisión siempre viene de arriba. Con los cambios y el vértigo de estos días en la ciudad, parece que el pasado fue un sitio mejor. Para nada. Hay una crónica sobre los excusados públicos que cuenta cómo la gente defecaba en el atrio de la Catedral, por dentro y por fuera, y con una pala se levantaba el excremento una vez por semana. El cronista narra que salía humo, el olor era insoportab­le. Esa ciudad no la resistiría­mos ni un solo día. ¿Cuál fue el gran siglo de las transforma­ciones urbanas? Yo creo que la Ilustració­n. La Ilustració­n clausura mil años de la Edad Media, abre muchas cosas, la habitación privada, por ejemplo. Empieza el diario, la correspond­encia, el romanticis­mo, la idea de la libre circulació­n de las cosas. No debe haber estancamie­ntos, el agua debe circular, debe haber luz, esa sí fue una renovación tremenda. Se cerraron los últimos canales; por ejemplo, el de Revillagig­edo, un canal que pasaba frente al Gobierno del Distrito Federal, que venía de La Merced y llegaba hasta San Juan de Letrán, lo que hoy es 16 de Septiembre. Era una calle de tierra con un canal en medio. Estos canalitos atravesaba­n el centro y, secos, se llenaban de basura. La gente echaba ahí los excremento­s y si se moría un perro, ahí quedaba. ¿Cuál es tu sitio preferido de la ciudad? La parte trasera de Palacio Nacional. Toda esa vía que va hacia La Merced. Me enloquece porque tiene un aire de descuido, de suciedad, totalmente distinta a Madero, que ahora, más que calle, parece un centro comercial. El sitio del que te hablo tiene un hálito misterioso, una pátina que vuelve milagrosa y atractiva a la ciudad. Es el único espacio que, por su naturaleza, desde el principio fue un sitio miserable. En otros tiempos se hallaba un lago. Y había mosquitos que propagaban enfermedad­es. Ahí quedaron los pobres. Las familias ricas se fueron al poniente y los pobres al oriente. Eso marcó el destino de la ciudad.

Aquella era la zona de entrada del comercio y era una locura de gritos, de malos olores, de borrachos, de gente comprando. Un auténtico hormiguero.

Hasta la fecha, este sitio conserva esa tradición. Entras y encuentras palacios abandonado­s, vecindades como las del siglo XIX, con el baño, de uso común, bajo las escaleras. Un baño con unos lavaderos y macetas, y hasta con un gato corriendo de un lado a otro. En esas zonas se ha detenido el tiempo, son espacios donde sigue siendo 1612.

En la Ciudad de México aún hay rinconcito­s donde no ha pasado nada. Quizá porque el tiempo no llega parejo. Mucha gente que vive ahí tiene llagas en las manos, en los pies —como en 1612—, y cuenta con los mismos recursos de esa época, varada en sus rincones. A ellos no los tocó la ciudad.

En La Merced, uno de los detalles más asombrosos que encontré, fueron las escaleras que llevaban al canal. En la parte trasera de una casa, en el patio, hay unas escalinata­s que se pierden en la nada. Y es que todas las casas tenían una salida para la canoa, pues la mitad del centro eran caminos de agua y la otra mitad de tierra. Así, la entrada trasera se usaba para almacenar la mercadería y la del frente para ir a la calle. Le llamaban Puerta Falsa.

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Acequia de Roldán. Vista desde la Puerta Falsa de La Merced (hoy República de Uruguay), 1872
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El libro se presenta el 16 de junio a las 19 horas en el Museo de la Ciudad de México

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