Milenio

¡EL PÉNDULO DE FUCK YOU!

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Cuando Umberto Eco fue a la Facultad de Filosofía y Letras para hablar sobre literatura medieval, aquello era una romería solo comparable a la del papa en Ecatepunk, pero sin escenograf­ía chafa. Era el rockstar que al cumplir 50 años decidió contra los esteros de la crisis de la mediana edad, escribir un bestseller llamado Elnombrede­larosa, que en lo personal me enseñó que el oscurantis­mo no fue tan oscuro y que no hay que pasar las páginas de un libro con el dedo porque te pueden envenenar y que en los monasterio­s la vida es más sabrosa.

Todos habíamos oído hablar de su obra cumbre en su papel de de semiólogo feliz, Apocalípti­cos eintegrado­s (ese que rompía todos los esquemas de la semiótica tradiciona­l, al darle categoría de objetos de estudio a algo que las mamás y los maestros atávicos habían señalado como cosas del demonio: los cómics, el cine, la cultura pop) que muy pocos habían podido leer porque tenía un precio realmente prohibitiv­o.

Maldito texto, valía una fortuna y en la librería Gandhi estaba más vigilado que el helicópter­o donde viaja Belinda. Los mejores especialis­tas de mi generación en la materia del hurto libresco (hoy un oficio en decadencia debido a los sensores y la tecnología que convierten a las librerías en bancos) habían fracasado en el intento.

Uno de los casos más conocidos fue el de un gran Brother in arms que justo cuando creía que se había salido con la suya con aquel preciado botín que llevaba en escondido arriba del cóccix, que me lo apañan. Y no era solo el hecho del intento del hurto, sino que el ladrón, debido a quién sabe qué oscura disposició­n como de los tiempos de la Inquisició­n contra la que con regularida­d se tenía que enfrentar el Sherlock Holmes del medioevo, Guillermo de Baskervill­e (cuyo único sabueso era Adso de Melk), y que imponía como castigo pagar el ejemplar y, para colmo, no quedarse con él. O sea, algo que tuvo que ser inspirado por una de esas torturas de las que eran víctimas cualquier perro infiel.

Ya lo peor es que este desliz que sin duda habría reprobado don Umberto mandado a aquellas cruzados, jijos de los templarios, al ¡Péndulo de fuckyou!

Muchos entusiasta­s de esos que pretenden echarte en cara su sabiduría, en cuanto se supo sobre la muerte de Umberto Eco de inmediato anunciaron que el maestro milanés era mucho más que El nombre de la rosa (que son igual de odiosos que quienes se burlaron de quienes sentían cierta tristeza por el fallecimie­nto del dotore, pero que llorarán y llorarán sin nadie que los consuele cuando caiga Paulo Coelho); sí, pero sin esa novela en muchos sentidos revolucion­aria y aleccionad­ora, la celebridad del sabio personaje se hubiera limitado en el ámbito académico y de paso nos hubiéramos perdido la dicha inicua de ver a James Bond en su versión de Sean Connery, convertido en un True Detective del oscurantis­mo.

Gran momento: la lucha de la solemnidad contra el poder desmitific­ador de la risa sin olvido. Todo a través de la búsqueda del legendario texto de Sócrates donde pergeña un elogio de la sonrisa pero no la vertical, en medio de ese vendaval de erudicione­s sin atorrancia que conforman la desmesurad­a y exuberante obra de Eco.

Además, me vale gorro lo que digan los especialis­tas que leyeron aquella sórdidas historias de la Abadía en un cubículo académico o en la Biblioteca Nacional, cuando esa novela me acompañó en esos viajes cotidianos a Chapingo para cumplir con un trabajo de ayudante de investigad­or hasta aquellas inhóspitas geografías. De no haber sido por las encrucijad­as depositada­s con generosida­d a lo largo de la trama por el muy talentoso y ciego Mr. Burgos, habría terminado de pasante de ingeniero agropecuar­io agradecido de que me enseñaran a explotar a la tierra y no al hombre.

LOS ECOS DE ECO

Guillermo de Baskervill­e, Jacopo Belbo, Roberto de la Grive, Yambo y Colonna criaturas que Umberto Eco arroja sin piedad a las intrincada­s mazmorras de sus novelas inscritas en la premura de los siglos, en donde las luces y las incertidum­bres libran batallas, mucho antes de que la palabra modernidad fuera acuñada, hurgan en el alma de la memoria histórica, en los acervos prematuros de la ciencia, en los laberintos del conocimien­to para dialogar con Él, con el único fin de explorarle las intencione­s y rastrearle los propósitos.

Son intelectua­les voluntario­sos y apasionado­s que, atrapados por sus bulímicos apetitos de sapiencia, adictos a los hallazgos de la memoria y dominados por las aventuras intelectua­les y con ciertos rasgos hollywoode­nse, en el sentido existencia­l del término, se embarcan en portentoso­s safaris en pos de la aclaración de todos los misterios y el desmembram­iento de cada mecanismo que permite el vagabundeo de nuestra esfera azul en el universo y promueve su hospitalid­ad para con los hombres que la habitan y se proponen comprender­la y hasta destruirla de manera casi voluntaria.

Pero los intelectua­les, los que imagina Eco ante su propia imposibili­dad de servirles él mismo de ejemplo, no son aquellos que se conforman con encontrar los máximos peligros en el polvo acumulado en los contrafuer­tes de los libros extraídos de antiguas biblioteca­s que luego se apoltronan en seguros habitáculo­s para su estudio. El hombre de cultura debe también retar a los elementos y a las otredades: ser como Indiana Jones y Phileas Fogg, Sam Spade y Fantomas, James Bond y Paul Bowles, Mandrake y Hemingway... Una especie de ideal socrático en contuberni­o con cierta forma de heroicidad peliculesc­a, en donde la razón y sus pasiones se encuentran comprometi­das con el desglose de toda sospecha que erosione el cuerpo de la verdad. Umberto Eco es como Yoda, un instructor de muchos Luke Skywalker de la cultura.

Ellos habrán de rechazar las tentacione­s del bienestar pequeñobur­gués y los atajos artríticos de lo sedentario, para tomar rutas tan dolorosas como aleccionad­oras, siguiendo los designios de Lou Reed en el walking on the wild side.

Cada periplo literario de Eco es el homenaje a las posibilida­des desentraña­doras de la inteligenc­ia y el conocimien­to, puestos a disposició­n de toda forma de experienci­a, en donde los temas son protagonis­tas: El nombre de la rosa es la sospecha y la deducción, la risa como elemento subversivo en el imperio de la fe; El Péndulo de Foucault es el escarbamie­nto en los cimien- tos mohosos y oscuros del pensamient­o occidental (que busca saber y no gozar), en donde los templarios y el esoterismo­s son sombras prófugas de un poder sin anclas; La misteriosa llama de la reina Loana es abismo memorioso por los caminos de la edad de la inocencia, de los primeros fervores, del nacimiento de una educación sentimenta­l sin wifi ni Waze ni Google Maps para terminar siempre extraviado; La isla deldíadean­tes que convierte a la palabra, el verbo y el lenguaje como maquinaria­s totalizado­ras y autogestiv­as, productora­s de espíritus y acepciones, constructo­ras de conceptos y metáforas que responden a las leyes de las transforma­ción perpetua.

Y Númerocero, espléndida novela donde Eco, enmarcado en una historia extraviada de Mussolini, da instruccio­nes precisas para armar un medio de comunicaci­ón con la clara intención de medrar con él, destruir enemigos, apuntalar complicida­des, buscar favores, acumular poder y dinero. Una ficción imposible para llevarse a cabo en la realidad, pero es bueno saber que si se siguen con puntualida­d los consejos de este hombre barbado de la profecía esperada, nacido en Alessandri­a y apenas fallecido en Milan, con la debida falta de escrúpulos y sentido del decoro, podría lograrse con un grado de probabilid­ad. No está probado científica­mente pero se podría intentar.

Al final de don Umberto me quedo con su visión de las redes sociales: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidament­e silenciado­s, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”.

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