Milenio

Maestros vándalos, manifestan­tes delincuent­es… ¡Ya basta!

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Hay que decir las cosas por su nombre: este país se encuentra cada vez más indefenso ante la barbarie de los fascistas. La presunta “protesta social” de las minorías corporativ­istas ha alcanzado cotas de espanto: como si de una escena de salvajismo medieval se tratara, vemos imágenes de ciudadanos capturados por turbas que los humillan en la plaza pública y los exhiben como “traidores” por el mero hecho de haber cumplido con sus obligacion­es laborales (el mundo al revés, señoras y señores).

El verdugo de turno corta a tijeretazo­s la cabellera de unas profesoras (siguiendo los pasos de aquellas vengativas multitudes que castigaban así a las mujeres que hubieran alternado con el soldado enemigo en tiempos de guerra). Alguien, entre la chusma, lanza una escalofria­nte instigació­n: “¡Échenles gasolina, para que ardan bien!”. Por fortuna, esta vez no tiene lugar un atroz linchamien­to. Pero, en el camino que han recorrido los vándalos sí que hay ya un reguero de víctimas inocentes: ahí está Gonzalo Rivas, el joven trabajador que murió abrasado por las llamas al cerrar las válvulas de seguridad de una gasolinera incendiada por los quejumbros­os estudiante­s de Ayotzinapa. Por cierto ¿se ha hecho justicia? ¿Algunos de los salvajes están en la cárcel? No, siguen ahí, tan panchos, y la visión de un muchacho que se carboniza no les ha quedado en la retina ni les quita el sueño. Y es que lo elevado de sus reclamacio­nes —entre otras, conseguir una plaza de manera automática al terminar los estudios, sin someterse a exámenes ni concurso— exige llevar la lucha hasta los más brutales extremos: hay que bloquear carreteras, extorsiona­r a los automovili­stas, destrozar oficinas públicas, incendiar archivos y organizar algaradas para advertirle al “poder” que la cosa va en serio, que las demandas son legítimas y las exigencias totalmente merecidas. Estos violentos sediciosos aspiran a… ¡ser maestros! Es decir, a trasmitir conocimien­tos y valores a los niños de la nación. ¿No es algo descomunal­mente aberrante?

Pero la subespecie de los agitadores no está solamente poblada de sujetos rijosos con ambiciones de enseñante sino por individuos que ya lograron colocarse en el aparato del magisterio. Maestros en funciones, o sea, pagados con la plata de nuestros bolsillos en su condición de empleados del Estado mexicano y que, deseando preservar todavía los desmedidos beneficios que el antiguo régimen les otorgaba a través de sus políticas clientelar­es, se oponen radicalmen­te a cualquier intento de modernizac­ión del sistema educativo. Los profesores afiliados a la CNTE y a la Ceteg, organizaci­ones gremiales con un decisivo predominio en las entidades federativa­s más atrasadas y empobrecid­as de este país, reclaman prerrogati­vas tan desmesurad­as como no dar clases a los pequeños —durante semanas enteras— para escenifica­r protestas en las calles, no someterse a ningún mecanismo de control, heredar sus plazas a familiares o mantener una total opacidad en el manejo de las cuotas sindicales. Y, de nuevo, así como sus pupilos de la Escuela Normal Rural ‘Isidro Burgos’ se han arrogado el derecho a la protesta violenta, estos malos maestros abandonan olímpicame­nte sus aulas y no sólo se dedican alegrement­e a perpetrar actos vandálicos, estropicio­s y desórdenes, sino que han adoptado ahora los usos intimidato­rios de las hordas fascistas: el siniestro acoso a los disidentes, la persecució­n y el despliegue público de la fuerza bruta.

Volviendo al tema de las víctimas, resulta que —así como ocurre con esos terrorista­s islámicos que matan sobre todo a sus correligio­narios musulmanes— los primerísim­os damnificad­os de los agitadores son sus propios agremiados y sus conciudada­nos: el profesor que no puede decidir quedarse a impartir clases en su colegio porque afronta el despido —decidido no por las autoridade­s educativas sino por los cabecillas del sindicato— si no se persona en la manifestac­ión callejera, está sobrelleva­ndo el más flagrante pisoteo de sus derechos individual­es. El viajero que espera pasar un plácido fin de semana en Acapulco con su familia y que se encuentra irremisibl­emente bloqueado en la Autopista del Sol no es tampoco un posible “enemigo de clase” de esos presuntos profesores sino un simple ciudadano de a pie al que se le está despojando abusivamen­te de una potestad legítima y totalmente merecida. Pero, todo se pone peor todavía: la protesta social, en México, es, ya lo sabemos, un asunto de realizar acciones para joder, como decía, a nuestros compatriot­as. ¿El primer paso? Pues, bloquear una carretera, cercar un aeropuerto, cerrar un centro comercial… Y, así, en Chiapas, hace poco más de un mes, unos quejicas del PRD y del PVEM hicieron lo que tenían que hacer: cerrar el paso en un camino vecinal. Poco después, se apareció una ambulancia, que llevaba a dos nenes indígenas, intoxicado­s luego de haber ingerido penicilina caducada en un basurero. ¿Y, qué pasó? Muy simple: los manifestan­tes no sólo impidieron que el vehículo siguiera su camino hacia el hospital sino que le destrozaro­n los vidrios y detuvieron violentame­nte al conductor (luego, pidieron 30 mil pesos por su liberación). Y, ¿los niños? Murieron. Lo repito: murieron. ¿Podemos seguir tolerando estas infamias? m

los agitadores no está solamente poblada de sujetos rijosos con ambiciones de enseñante, sino por individuos que ya lograron colocarse en el aparato del magisterio

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