EL PARANOICO
Siempre había querido escribir sobre la paranoia, pero no lo había hecho por paranoico (tenía miedo de que alguien usara tales datos para elaborar un maquiavélico plan en mi contra), pero como conozco mi fatalidad, ya no me importa revelarle al mundo que soy un paranoico, como en de la canción de Black Sabbath.
Lo que define a la paranoia (hoy llamado trastorno delirante) es el delirio negativo, creencia obsesiva y tortuosa centrada en la idea de un peligro inminente y justificado con razonamientos equivocados en la mente del paranoico.
En mi humilde opinión (humildemente no sostenida por ninguna corriente psicológica), la paranoia combina un complejo de inferioridad (“esta persecución pesadillesca sin final me la merezco”) con un complejo de superioridad (“soy tan importante que alguien quiere aniquilarme”), quizás se transmita mediante un gen (a los ocho años estaba convencido de que tarde temprano entrarían vampiros y hombres lobo por la noche a mi recámara; me aterraba tanto que mis padres me mandaron con un psiquiatra, en el Edificio Argentina, en mi natal Xalapa, Veracruz, quien me recetó mis primeras pastillas para dormir).
Mi primera gran manifestación del trastorno delirante ocurrió en 1999, cuando ingerí una sobredosis de Catovit (vitamina B, que compraba en la farmacia del Superama para no dormir y escribir de madrugada. Ya no se vende por dañina). Aparte de que no dormí toda una noche y un día, no sé cómo terminé bien prendido en un hotel de Tlalpan, tragando pastillas de Catovit, acompañado de un travesti, que aunque parecía mujer, estaba fuerte y grande y pensé que me iba a matar para robarme. Salí huyendo, tomé un taxi, el taxista me bajó porque decía que lo ponía nervioso, me refugié en casa de mi mamá (convencido de que el travesti y sus mercenarios me seguían), me asomé al balcón para vigilar y allí ocurrió mi primer gran delirio: escuché que alguien cerró la portezuela de su carro en una esquina de la calle, coincidiendo con otra persona que también cerró su carro en el otro extremo de la calle y pensé: “¡Se están comunicando con los sonidos del carro!”. Llamé a la policía, me escondí en otro departamento, estuve a punto de brincar de un balcón a otro, cuando me derribaron con Valium.
Por El Pasón (Periodismo fumable, que sale aquí los viernes) recibimos dos severas quejas por parte de chipocludos a quienes no les gustaron los chistes que hicimos sobre ellos; también una advertencia través de una compañera de otra sección (informándonos que cierta persona quería saber a qué hora salíamos) y me pusieron calaveras en mi computadora (y no era Día de Muertos), recibí una amenaza por teléfono (de alguien que conocía mi domicilio), sufrí un secuestro exprés a bordo de un taxi y unos padrotes me persiguieron una noche por grabar a sus prostitutas. Quizás por esas peripecias enloquecía y le pedía a Fernando Rivera Calderón que me dejara quedarme a dormir en su casa, convencido de que alguien quería liquidarme (también me llegó a padecer Jairo Calixto Albarrán, al contagiarle mi paranoia cuando me daba un aventón y lo convencía de que un auto con placas del Estado de México nos venía siguiendo).
Algunas personas buscan el sentido de su vida; la paranoia automáticamente le da un sentido a tu vida: salvar el pellejo.
Siempre estás en entrenamiento (quizás en ese momento no exista un peligro real, pero cuando aparezca sabrás cómo reaccionar): aprendes a perder a las personas sospechosas que te siguen en el Metro (cambiando de andén y dejando pasar vagones), aprendes a tomar atajos, crear pistas falsas, rutas impredecibles, escondites, camuflajes, etc.
Cuando estás convencido de que te quieren exterminar, vives cada minuto de tu vida como si fuera el último… pero lamentablemente no es así. Sobrevives. Lamentablemente nadie quiere atacarte, el sueño ha terminado. Me toman por un Pedro y el lobo cualquiera y para colmo de males sigo respirando aquí, como una demostración viviente de que vivo autoengañado, alucinado e ilusionado.
No obstante he sobrevivido, y estoy convencido de que alguien, en algún lugar del planeta, desea mi muerte, esperando que me confíe, me distraiga y baje la guardia para asestarme el golpe final. Cuando eso ocurra, un inesperado enviado mío les hará llegar un documento con los nombres de los sospechosos de darme cuello, para que dejen de reír y sepan que el Tona siempre se los advirtió. Bonito día. m