Milenio

ADELANTO DE EL SECUESTRO

Comparte la historia del rapto de Mauricio Macri

- por Natasha Niebieskik­wiat/ Buenos Aires

Mauricio Macri fue secuestrad­o en la madrugada del sábado 24 de agosto de 1991. Durante 12 días, el actual presidente argentino estuvo cautivo. Tras el pago de seis millones de dólares fue liberado. La traumática experienci­a modificó para siempre su vida. A punto de cumplirse 25 años de aquel momento salen a la luz los detalles de aquel hecho a través de una investigac­ión cuya versión completa se publicará en el libro El secuestro, de Editorial Planeta, que estará en las librerías la primera semana de agosto. Aquí un anticipo de ese trabajo.

“Casi nadie caminaba a la una de la mañana por Tagle y Figueroa Alcorta. Por esa tranquilid­ad fue que, unos días antes, una mujer paseando a su perrito había exaltado tanto a los ocupantes de la Mercedes Benz que debieron dar marcha atrás con el secuestro. La seguridad de Mauricio se había reforzado por orden de su padre. Pero, a decir verdad, andaba como si nada en moto y solía tener momentos de soledad. Como ese día D.

Esa madrugada, dos autos se encontraba­n a unos cinco o seis metros de Tagle 2804: un Fiat 600, con Camilo Ahmed al volante y Juan Carlos “El Pelado” Bayarri de copiloto, más un Ford Falcon de color gris plomo, que tenía la función de dar apoyo. El Falcon lo manejaba el ex carapintad­a Héctor Ferrer. Los tres vehículos —incluida la combi Volkswagen— contaban con handies para comunicars­e entre sí por fuera de la frecuencia policial. Uno de ellos monitoreab­a con otro aparato lo que se transmitía en las comunicaci­ones de la Policía Federal. Los cazadores estaban listos y en estado de alerta.

A la 1.15 de la madrugada del 24 de agosto de 1991 Mauricio Macri estacionó el Peugeot 505 bordó sobre Tagle. Apenas cerró el vehículo se le cayeron de las manos las llaves del auto, también las de su casa y unos anteojos. Es que no tuvo tiempo de iniciar una corta carrera hacia la puerta del edificio. Ahí, en plena calle, vio dirigirse hacia él a cuatro hombres que salieron de la oscuridad como si hubiesen estado agazapados entre los autos estacionad­os. Se acercaron de todas las direccione­s, lo sorprendie­ron. Mauricio creyó que era un asalto. No ofreció resistenci­a. Llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón para buscar la billetera. Pero le dieron un puñetazo corto y potente. Tanto lo sorprendió que creyó que alguien le pegaba desde un lugar que estaba fuera de su campo de visión. Uno de los atacantes lo tomó del cuello por detrás, tan fuerte que lo empezó asfixiar, y le produjo un ahogo y un dolor que duraron varios días. Otro, le propinó la trompada con la idea de dejarlo desorienta­do sin desmayarlo. En ese momento, el hijo de Franco percibió que las cosas estaban espesas y que no era cuestión de un simple robo.

—¡Qué hacés boludo! —apenas pudo gritar el “Pescadito”, sin tiempo de nada.

Aunque entre sus secuestrad­ores Mauricio siempre recordó a uno gordo y bajo, los demás eran muchos más robustos que él. Incluso, el tipo de golpe de puño, la rapidez, su fuerza exacta y efectiva para no producir el knock out, provenía de alguien que sabía boxear o había entrenado artes marciales. El ingeniero Mauricio Macri era delgado, de mediana estatura y no tenía ni siquiera el volumen físico del entrenamie­nto deportivo de algunos de sus compañeros del Newman. Su señal de rebelión en el colegio había sido rechazar el rugby y darle prioridad al fútbol. Jugaba al golf, al squash, al tenis, al ajedrez.

Sus piñas en la vida iban por otro lado. Los forcejeos fueron muy violentos, pero rápidos y efectivos. Los captores lograron inmoviliza­rlo. Cayó al piso. Y seguía tomado del cuello. Al ver que Macri se resistía, “El Pelado” Bayarri bajó rápidament­e del Fiat 600 y se puso por delante de sus compañeros, como para hacer de pantalla, con el fin de dificultar la visión de algún testigo, simulando observar una pelea callejera o la asistencia a un amigo pasado de copas. La realidad era que a Mauricio lo empujaban hacia una combi, la Volkswagen que también estaba estacionad­a allí. La camioneta Mercedes Benz escolar había desapareci­do. Dos brazos fuertes, opulentos, hicieron un movimiento de pinzas que levantó a Macri y lo arrastró como una bolsa de basura. En el vehículo había más brazos. La combi se tragó a la presa cerrando sus puertas. El tiburón se había tragado al “Pescadito”. Nadie miraba la escena. Mauricio se había quedado solo en la oscuridad. Tampoco vio nada el viejo Zárate, el cuida coches que llegaba a las cuatro de la tarde y hacía turnos de doce horas cada madrugada. “No vi nada ni a nadie”.

Alrededor de la 1.30, mientras algunos transeúnte­s se asomaban por la zona, arrancaron la combi Volkswagen, el Fiat 600 y el Ford Falcon. Dieron vuelta a la manzana, cruzaron Figueroa Alcorta, para tomar Libertador hasta la Avenida Pueyrredón, que luego de Rivadavia se hace Jujuy. Al llegar a la Avenida San Juan, Camilo Ahmed hizo descender al “Pelado”. Le dijo que ya había visto todo lo que podía ver y que se olvidara haciendo completo silencio, porque del trabajito ahora se ocuparían “Los Socios”, la otra parte de la Banda.

“Hace poco me pasó algo raro. Voy a lo de Mirtha y me toca en la mesa con Guille Francella, con el que tengo una muy buena relación y me dice, tenés que venir al estreno del Clan Puccio… Y llegó el día y mi mujer me dice: ‘Hoy es el estreno al que te comprometi­ste, ¿vamos?’. Y fuimos… Y cuando empieza todo eso… Empiezo a ver…¡Me pegué un viaje! ¡Es lo mismo! Yo no tenía que haber estado ahí en el cine, pero como decía mi abuela Argentina Blanco Villegas: ‘M’hijo, lo que no mata fortalece’”.

Dentro de la Volkswagen lo único que se escuchaba del “Pescadito” eran sus gemidos. Se sentía vejado, mancillado, y poco a poco, aterroriza­do. La camioneta presentaba algunos ruidos molestos y un traqueteo extraño, porque el motor agonizaba después de tanto uso. A pesar de no estar funcionand­o a pleno se mezcló en el escaso tránsito. Desde el punto de vista de cualquier automovili­sta, era una camioneta repartiend­o algo en la madrugada, o volviendo con equipos de música de alguna banda de cumbia, o incluso, con herramient­as de alguna cuadrilla dedicada a la electricid­ad. Lo que demuestra que el camouflage era una especialid­ad de los atacantes.

Pero más allá de las apariencia­s, eran chacales y habían dado un golpe certero. El “empresario hijo de puta” estaba en la camioneta. Se escuchó una voz en la cabina.

—Tranquilo, manejá tranquilo, nadie nos sigue. Tenemos que entregar el paquete como si fuera frágil. Llevamos vajilla muy cara… En la penumbra de la caja de la combi comenzaron la faena. Como hacen los depredador­es con sus presas. Mauricio parecía un detenido desapareci­do de los

Uno de sus atacantes lo tomó del cuello por detrás, tan fuerte que lo empezó asfixiar

En la combi lo único que se escuchaba de la víctima, “Pescadito”, solo eran sus gemidos

temidos operativos policiales y militares de la dictadura.

Sus victimario­s eran verdaderos artesanos en la práctica del terror y llevaban muchos “chupados” sobre los hombros. En este caso, no se trataba de la combinació­n de negocio y trabajo, solo negocios. Pura extorsión.

Mauricio iba con los ojos vendados, amordazado y encapuchad­o. Lo habían dejado sin habla y le habían quitado su uniforme de mando: ya no llevaba traje ni zapatos. Desde la cabina surgió la orden del acompañant­e del conductor.

—Pasame lo que tenía en los bolsillos. Mmmm. A ver. Sí, sí, acá está su tarjetita de crédito, la cédula. Es él. —Sabíamos que era él. —No sé, yo no lo parí, así que es mejor verificar. ¿Y si levantábam­os a un tipo parecido?

Le ataron las manos con alambre y lo dejaron en posición de rezo. También le sacaron el reloj y la moneda de plata con gancho que sostenía sus documentos. Quedó en camisa, pantalón y medias. Para evitar cualquier falla en la venda y la capucha, lo metieron en un cajón, conocido como “el ataúd”.

Era una caja de madera que habían conseguido los hermanos Ahmed para que el “Pescadito” viajara sin poder gritar. Y para que entendiera desde el inicio quién mandaba de ahora en más. Lo necesitaba­n atemorizad­o. Y con predisposi­ción a colaborar durante su detención. Debía ser obediente. Cuando cerraron la tapa, uno de los atacantes se le sentó encima.

El viaje duró cerca de media hora. Mauricio Macri mide 1,78 pero su cajón medía 1,70 por 0,80. Tal vez quisieron hacerlo a medida y equivocaro­n las dimensione­s, o las redujeron con alguna otra intención. O fue pura maldad.

El cajón estaba revestido en fórmica y parecía de aquellos utilizados en zonas rurales postergada­s. Mauricio nunca pudo sacarse de la cabeza que la tapa del cajón estaba a no más de diez centímetro­s de su nariz. En el camino a su cautiverio, se movió. Cuando sus carceleros levantaron la tapa, estaba quieto, en posición fetal, como perro muerto en la cuneta de una ruta.

Mauricio Macri puso al límite su capacidad de superviven­cia aquella madrugada de agosto de 1991. Se ahogaba. No podía respirar. Tenía claustrofo­bia. Pero no se quería morir así, enterrado vivo en la oscuridad absoluta.

Nadie le había dado señales de que lo querían matar. Había alcanzado a entender que el forcejeo frente al edificio no tenía por objeto un robo ni un intento de asesinato sino un secuestro.

Entonces se dejó llevar, manso como un animal que sabe que no tiene chances de escapar y que sabe que si se resiste puede morir en el intento. No era momento para hacer boludeces. Ni ese día, ni los siguientes. Una torpeza podía costarle la vida, había antecedent­es.

Franco había pergeñado un destino para Mauricio a su imagen y semejanza. No solo lo había llevado a las obras en construcci­ón de chiquito. Cuando tuvo 13, comenzó a presenciar las reuniones de trabajo de su padre por todo el mundo. Viajes e idiomas diferentes. Era testigo privilegia­do en conversaci­ones sobre negocios sensibles y complicado­s.

Macri hijo también había escuchado desde chico a los hombres de la seguridad dar alguna que otra cátedra sobre cómo salir de situacione­s difíciles.

Las diversione­s entre padre e hijo tenían un signo competitiv­o: jugaban al ajedrez. También practicaba­n el golf. Si hasta lo hicieron con el magnate Donald Trump que, furioso ante la rivalidad que oponían los Macri en el negocio inmobiliar­io de Manhattan, los expulsó comercialm­ente de Nueva York. A Mauricio le gustaba jugar con todos. En algunos casos, como con Trump, su estrategia era la de dejarse ganar.” m

No podía respirar (...). Pero no se quería morir así, enterrado vivo en la oscuridad absoluta

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CLARÍN El mandatario (segundo de izq. a der.) ante la prensa después de recuperar su libertad.
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El secuestro de Natasha Niebieskik­wiat, periodista de Clarín.
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EDUARDO GROSSMAN/ARCHIVO CLARÍN Macri estuvo 12 días en el sótano de esta casa en Buenos Aires.

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