El cambio intangible
El “mal humor social” ha caracterizado buena parte del sexenio. Los mexicanos estamos enojados por una realidad que nos agravia. Para muchos es la corrupción y la impunidad que la solapa y la propicia; para otros, la desigualdad y una economía que no genera ni distribuye adecuadamente la poca riqueza producida; algunos más se desesperan por la inseguridad y la violencia imparables. La indignación de otros se debe a que vivimos en un país donde los privilegios de unos pocos —muchos de ellos derivados de su pertenencia o cercanía con la política— no solo insultan a la gran mayoría de los ciudadanos carentes de riqueza y poder, sino que además luchan descaradamente por mantenerlos y agrandarlos. Y, finalmente, el enojo se alimenta también de un gobierno que no ha hecho gran cosa por atender todas esas afrentas y que, en no pocos casos, es parte del problema sin siquiera reconocerlo.
La lectura de los medios que diariamente dan cuenta de hechos que causan más indignación —nuevos escándalos de corrupción, masacres y crímenes intolerables, vandalismo de “maestros”, omisiones descaradas frente a problemas pequeños y grandes; violaciones a los derechos humanos; la aparición de nuevas ladies y lords no sé qué cosa— alimenta ese mal humor, pues nos abruma la parte negativa de la realidad. Pareciera que todo se agrava, que el país no tiene remedio, que no hay un gobierno, Estado en sentido estricto, que ponga orden y promueva y conduzca los cambios urgentes y necesarios.
Sin embargo, al mismo tiempo que existen todas esas razones para andar de mal humor y ser pesimistas, también es cierto que se deben reconocer y valorar los procesos de cambio en curso para no matar el optimismo. No son pocos ni menores. Los tres más importantes, desde mi punto de vista, son: a) los cimientos de la reforma educativa; b) los primeros pasos de la construcción el sistema anticorrupción y, c) una ciudadanía creciente y movilizada de muy diversas maneras, que ha impulsado y, en buena medida, forzado a la clase política a realizar los cambios legales que pueden dar paso a las modificaciones reales.
Los dos primeros se encuentran en momentos decisivos puesto que las resistencias abiertas y violentas en el caso de la educación y ocultas pero poderosas en el caso del sistema anticorrupción las pueden frustrar. En el fondo de ambas reformas hay un cambio común, que no acaba de darse. Se trata de una transformación intangible: la vigencia de una regla tácita que subyace a la política: la recuperación del poder del Estado para asumir y ejercer plenamente sus facultades y responsabilidades.
En el caso de la educación el Estado abdicó de su tarea de dictar la política educativa y ofrecer servicios educativos de calidad. El sindicato y la CNTE se apropiaron de esas facultades. Los cambios constitucionales aprobados hace tres años y ahora el nuevo modelo educativo son el mensaje claro de que el Estado tiene la determinación de recuperar su función y está dispuesto a no cederla (lo cual no significa que no consulte y abra espacios de participación al magisterio). La CNTE quiere seguir siendo la dueña de los recursos y las políticas educativas. No se debe permitir.
En el caso del sistema anticorrupción, no ha sido tan contundente el mensaje del gobierno sobre su determinación a impedir que los recursos públicos no sean nunca más botín de políticos asociados a sus amigos. El perdón solicitado por el presidente Peña Nieto es insuficiente si no se acompaña de castigos a muchos gobernadores y miembros de su gabinete y de nombramientos incuestionables del consejo ciudadano, del fiscal anticorrupción y otros puestos del sistema anticorrupción. Hay que seguir movilizados. m