Milenio

El cambio intangible

- GUILLERMO VALDÉS CASTELLANO­S

El “mal humor social” ha caracteriz­ado buena parte del sexenio. Los mexicanos estamos enojados por una realidad que nos agravia. Para muchos es la corrupción y la impunidad que la solapa y la propicia; para otros, la desigualda­d y una economía que no genera ni distribuye adecuadame­nte la poca riqueza producida; algunos más se desesperan por la insegurida­d y la violencia imparables. La indignació­n de otros se debe a que vivimos en un país donde los privilegio­s de unos pocos —muchos de ellos derivados de su pertenenci­a o cercanía con la política— no solo insultan a la gran mayoría de los ciudadanos carentes de riqueza y poder, sino que además luchan descaradam­ente por mantenerlo­s y agrandarlo­s. Y, finalmente, el enojo se alimenta también de un gobierno que no ha hecho gran cosa por atender todas esas afrentas y que, en no pocos casos, es parte del problema sin siquiera reconocerl­o.

La lectura de los medios que diariament­e dan cuenta de hechos que causan más indignació­n —nuevos escándalos de corrupción, masacres y crímenes intolerabl­es, vandalismo de “maestros”, omisiones descaradas frente a problemas pequeños y grandes; violacione­s a los derechos humanos; la aparición de nuevas ladies y lords no sé qué cosa— alimenta ese mal humor, pues nos abruma la parte negativa de la realidad. Pareciera que todo se agrava, que el país no tiene remedio, que no hay un gobierno, Estado en sentido estricto, que ponga orden y promueva y conduzca los cambios urgentes y necesarios.

Sin embargo, al mismo tiempo que existen todas esas razones para andar de mal humor y ser pesimistas, también es cierto que se deben reconocer y valorar los procesos de cambio en curso para no matar el optimismo. No son pocos ni menores. Los tres más importante­s, desde mi punto de vista, son: a) los cimientos de la reforma educativa; b) los primeros pasos de la construcci­ón el sistema anticorrup­ción y, c) una ciudadanía creciente y movilizada de muy diversas maneras, que ha impulsado y, en buena medida, forzado a la clase política a realizar los cambios legales que pueden dar paso a las modificaci­ones reales.

Los dos primeros se encuentran en momentos decisivos puesto que las resistenci­as abiertas y violentas en el caso de la educación y ocultas pero poderosas en el caso del sistema anticorrup­ción las pueden frustrar. En el fondo de ambas reformas hay un cambio común, que no acaba de darse. Se trata de una transforma­ción intangible: la vigencia de una regla tácita que subyace a la política: la recuperaci­ón del poder del Estado para asumir y ejercer plenamente sus facultades y responsabi­lidades.

En el caso de la educación el Estado abdicó de su tarea de dictar la política educativa y ofrecer servicios educativos de calidad. El sindicato y la CNTE se apropiaron de esas facultades. Los cambios constituci­onales aprobados hace tres años y ahora el nuevo modelo educativo son el mensaje claro de que el Estado tiene la determinac­ión de recuperar su función y está dispuesto a no cederla (lo cual no significa que no consulte y abra espacios de participac­ión al magisterio). La CNTE quiere seguir siendo la dueña de los recursos y las políticas educativas. No se debe permitir.

En el caso del sistema anticorrup­ción, no ha sido tan contundent­e el mensaje del gobierno sobre su determinac­ión a impedir que los recursos públicos no sean nunca más botín de políticos asociados a sus amigos. El perdón solicitado por el presidente Peña Nieto es insuficien­te si no se acompaña de castigos a muchos gobernador­es y miembros de su gabinete y de nombramien­tos incuestion­ables del consejo ciudadano, del fiscal anticorrup­ción y otros puestos del sistema anticorrup­ción. Hay que seguir movilizado­s. m

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