El niño Omran: autorretrato de nuestro fracaso
James Hall ha escrito que el autorretrato se ha convertido en el género visual definitivo de nuestra época confesional y cada vez más personas alrededor del mundo están interesadas en él como nunca antes. La pieza, en cualquiera de sus formatos, ha migrado más allá de la iglesia, el palacio, el estudio, la academia, el museo, la galería y el portarretrato. De la mano de los avances tecnológicos, las selfies han supuesto una explosión que permite, como en el caso de la pintura, un acceso privilegiado al modelo.
El ensayista opina que, por ejemplo en Europa, los autorretratos han sido coleccionados y venerados desde el siglo XVI, pero ese interés se ve ensombrecido por la obsesión con el género en los últimos 40 años, en los que generaciones de artistas han forjado sus carreras en el cultivo de ese género. Si eso pasa con la pintura, el auge en el terreno de la fotografía es más que natural.
Hoy, sin embargo, valga esta introducción para hablar de lo que bien puede llamarse un subgénero. La fotografía que se convierte en el autorretrato de una región, de un país, de un continente o de la humanidad. La imagen del aquí y ahora de nuestro mundo. La instantánea que hurga, a partir de ese acceso privilegiado del que habla Hall, en la falla de nuestra misión como grupo, como sociedad, como especie.
El autorretrato de nuestro fracaso es la portada del viernes 19 de agosto de 2016 de los principales diarios del mundo, es nota en las televisoras, es en formato de video una pieza viral en las redes sociales. El personaje es un niño de cinco años, Omran. Un chico sirio que solo ha conocido la guerra, nada más. Está sentado en una ambulancia, cubierto de polvo, con la mirada perdida, sangre en la mitad de su rostro, las piernas con moretones, las manitas descansando en sus muslos.
Omran es la foto de la sinrazón de la guerra.
Omran es la imagen del fin de la esperanza.
Omran es la instantánea del fracaso humano.
Omran es el retrato de la fatalidad.
Omran es el autorretrato de un mundo cruel.
Omran es también uno de los 8.4 millones de niños afectados por la guerra en Siria.
Omran es uno de los 3.5 millones de chicos menores de cinco años que solo saben de un tema: la guerra.
Si a Omran, como a aquellos juglares del cuento de Ismaíl Kadaré, le piden imaginar una canción o hacer un dibujo, solo podrá canturrear o garabatear violencia y muerte, sangre y destrucción, estruendo y calamidad.
Omran ilustra la inutilidad de las Naciones Unidas.
Omran nos recuerda que la industria bélica y su estela de muerte no tienen freno.
Omran representa el triunfo de la irracionalidad.
Omran es el rostro de la supremacía del terror.
Omran dibuja el drama de la crisis de refugiados.
Omran traza el fin de la curva descendente de la civilidad, de la civilización, es el retrato del ánimo autodestructivo del Homo sapiens sapiens.
Si como escribe Carl von Clausewitz (1780-1831) en su indispensable obra De la guerre (Perrin 1999), la guerra no es más que la simple continuación de la política por otros medios, Omran es también el autorretrato del fin del acuerdo, del diálogo, de la concertación. Es el autorretrato de la ruina de la vida pública, de la convivencia social, de la diplomacia. Y en ese sentido, el de la involución, todos somos Omran. m