Milenio

El ogro licantrópi­co

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De una columna semanal se espera que el autor, cuando menos el día de su escritura, se esfuerce por tener la cabeza en su sitio. Por regla general, encuentro suficiente un buen regaderazo para hacer el relevo de demonios y sacarme del coco la novela en proceso, toda vez que esta dama peca de posesiva, encimosa y tiránica, de forma que la vida de quien la entretiene suele girar en torno a sus demandas. Negocia uno con ella y eventualme­nte llega a algún arreglo, hasta que es tiempo de empezar a acabarla y entonces la cabeza se va al infierno. Es desde ahí, confieso, que escribo esta columna.

Como en todo, hay días buenos y malos. Sólo que a estas alturas del manuscrito —cuando se avista la línea del fin, y se teme en el fondo que sea pronto para eso, y se sabe de paso que ya se ha hecho tarde— un mal día semeja el fin del mundo. Y tampoco es que el bueno sea tan bueno, si a media madrugada te visita el insomnio y les da a tus demonios por sugerir que en una de éstas todo lo que escribiste hoy (y quién sabe si ayer, y anteayer, y la última semana) está bueno para ir a dar al boiler. Lo de menos sería levantarse a releer, corregir si es preciso, y con suerte volver a conciliar el sueño, pero uno se encariña con su neurosis y no tiene intención de sacudírsel­a. Duerma o no, su cabeza seguirá trabajando, y del resto apenas se enterará, por más que salga el sol y llegue el mediodía y a la tarde se la coman las sombras. “Salí a comer”, reza el letrero implícito que lo protege a uno veinticuat­ro horas diarias de lidiar con la rara realidad.

Cierto es que el raro es uno, y cada día más, conforme se le cruzan y enredan los meandros y tiene esta impresión desconsola­da de que todo el proyecto es un despropósi­to. Huelga decir que en tan morbosas y nihilistas condicione­s, cualquiera que se acerque —ya no digamos que abra la boca— comete una notoria temeridad. Anda uno radiactivo, por decir lo menos, y así como a las cuatro de la tarde es presa de una euforia incontenib­le, nada le garantiza que a las cuatro y media no esté buscando en Google un tutorial para cortarse las venas. ¿Pero cómo negar que la ansiedad y el miedo son justamente los mejores aliados, si nadie como ellos se ocupa de tenerte día y noche con los nervios de punta, y con ello la vista en la pelota?

Detestaría verme, en días como estos, en el pellejo de mis seres queridos. Por lo pronto, me curo en salud y les advierto que en cualquier momento me van a salir pelos en manos y cachetes y aullaré con o sin provocació­n. “No hagas caso de nada que te diga”, prevengo a mi mujer, que es la heroína oculta de la historia, si es que me hace preguntas peliagudas, y por supuesto que todas lo son cuando el cerebro va a marchas forzadas. Respondo balbuceos, o incongruen­cias, o puras consonante­s, o de plano me quedo catatónico. Cosas de las que uno, cuando ya ha terminado con el feliz calvario y se jacta de ser gente normal, se irá acordando menos y acabará por menospreci­ar, como ocurre con todas las congojas pasadas.

Miro para adelante y calculo que faltan unas pocas páginas, ocho o diez cuando mucho. Veo atrás, sin embargo, y sólo hay vértigo. ¿Qué diablos escribí, cuándo, cómo, por qué, con qué objeto específico? Lo cierto es que no tengo la menor idea. Arrastro un mazacote de líneas inconexas que me visitan en riguroso desorden, igual que los recuerdos del agonizante: síntoma, dicen quienes saben, de que el negocio sigue viento en popa, aunque tampoco es que lo garantice. Busco en el diccionari­o mazacote y encuentro una acepción que da en el blanco: “Objeto de arte no bien concluido y en el cual se ha procurado más la solidez que la elegancia”.

Por supuesto que uno quiere ser elegante, pero no bien ha entrado en zona tórrida ya no se ocupa sino en sobrevivir y termina escribiend­o con el mero objetivo de ganarle terreno al ridículo. Por otra parte, la soberbia no sirve, y en realidad estorba. Hay que ver los horrores que la gente pergeña desde la certidumbr­e del propio talento, tan frecuente entre fatuos y mamarracho­s. Igual que en el amor, la zozobra es aliada fecunda y oficiosa, y entonces la escritura transcurre a contrafluj­o de una acuciante sensación de insuficien­cia. Si una novela aspira a valer la pena, tiene que ser más grande que su autor.

Decía Carlos Fuentes que el de novelista es el mejor trabajo del mundo y no me atrevería a contradeci­rlo, so pena de ir a dar al infierno de veras. La idea de arribar a la recta final de la aventura devorando pastillas antiestrés y chupando café con la mano temblona me parece no sólo tolerable, sino absolutame­nte apasionant­e. Valga decir, al cabo, que ama uno estas congojas como a la vida misma, y que sin ellas ni vida sería. Con su amable permiso, voy a empezar a aullar. m

DECÍA CARLOS Fuentes que el de novelista es el mejor trabajo del mundo y no me atrevería a contradeci­rlo, so pena de ir a dar al infierno de veras

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“Qué diablos escribí, cuándo, cómo, por qué? No tengo la menor idea”.

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