Milenio

Sonia, una joven de Milpa Alta

Citó a su mamá en un cafecito y le explicó que, en el amor, solo había encontrado aislamient­o e incomprens­ión, pero que ya había salido del horror, que la entendiera, que intercedie­ra por ella, que la amaba con toda su alma, que era normal ser lesbiana...

- Por Hugo Roca Joglar

“Yo no voy a sufrir lo que mi abuela... no voy a amar escondida, sino libre y descarada”, dice

MII I

i abuela Catalina no me escuchó entrar a su casa y abrí la puerta del cuarto… —era 1995, Sonia Grajales tenía ocho años; su abuela, 54— la encontré en los brazos de su amiga Leila, más joven; las dos vestidas, como cualquier abrazo…

Cuarto azul de gruesas paredes agrietadas. El viejo piso ajedrezado de azulejo blanco y negro. La ventana abierta. Afuera, las nopaleras trazan sobre la tierra figuras —amplias, sinuosas, piramidale­s, estrechas— que, hostiles y secas, se extienden entre lomas y pendientes. Se está haciendo tarde; el sol, en su ocaso, refleja un rojo extraño que hace pensar en la sangre.

—Era un abrazo cualquiera, y, sin embargo, mi abuela se puso furiosa: fuera de sí, lépera y violenta, como nunca la había visto —Sonia está sentada sobre una almohada de su cama. En la mesita de noche hay una curiosa lámpara con forma de barco, tres frascos (vitaminas, gotas para los ojos y uno sin etiqueta) y un litro de pulque de tomate preparado con todas las salsas que llevaría la cerveza con clamato—, me gritó: “¡Lárgate de aquí, pinche escuincla metiche!”. Sonia citó a su mamá hace tres años —el 2 de agosto de 2013— en un cafecito (el Jarro 8) de Santa Ana Tlacotenco —el pueblo de Milpa Alta en el que creció— y le explicó que, en el amor, solo había encontrado aislamient­o e incomprens­ión. Que desde los 12 años los hombres le provocaban rechazo. Que sufría una y otra vez por no saber leer las señales de su cuerpo. Que se creía anormal, que se sentía vacía. Que en la universida­d encontró respuestas; brutales respuestas que al principio se negó a aceptar. Que intentó lastimarse, que pretendió mentir. Que fue una lucha violenta. Que por eso se había apartado tanto y lucía sombría, monosilábi­ca y fría todos los días. Pero que ya había salido del horror. Que por fin había entendido y aceptado las búsquedas de su corazón, las claras voces de su piel. Que ahora todo entre ellas podía ser mejor: más cálido y gentil. Que la entendiera, que intercedie­ra por ella ante su papá para que él también la entendiera. Que la amaba con toda su alma. Que era normal ser lesbiana.

Su mamá le volteó la cara con una cachetada. Nunca antes le había pegado. Sonia huyó del cafecito. Vagó durante horas. Cuando regresó a casa, su padre la esperaba sentado en la sala. Tenía una actitud rara: retraída, tensa, demasiado quieta. Las piernas muy separadas; en la mano una caguama. La vio, se puso de pie y sin verla a los ojos le dijo: “Eres hija mía, no eres marimacha. Lo que necesitas es conocer una verga de a de veras”, y comenzó a bajarse los pantalones. Sonia escapó. Durmió en una posada y al día siguiente le pidió trabajo de tiempo completo a su jefa en un establecim­iento con varios temazcales en donde Sonia dirigía las ceremonias los fines de semana. Rentó un cuarto a 2 mil pesos mensuales (donde aún vive) en la casa de una viuda, doña María Rosa Equinca, en el pueblo de San Pablo Oztotepec (Milpa Alta), al lado del monte Teutle.

III

—Fue mucho tiempo después, cuando me escapé de casa, que entendí la furia de mi abuela Catalina, que Su sonrisa es amplia; es la primera mujer que no será madre en la historia de su familia... entendí el significad­o de haberla descubiert­o en brazos de su amiga Leila… —A Sonia, como a Beethoven, no le gusta peinarse. Su cabello es un desastre: revuelto, mal cortado, de raíces cafés oscuro y puntas escarlatas. Canta canciones de Chabela Vargas en la guitarra; su voz musical es ronca, como de una mujer vieja que sabe sobre traiciones y cantinas. Odia los tacones. Usa tenis blancos que interviene con pinceles y estampitas de animales y estrellas—… ¡mi abuela, en el fondo de su alma, era lesbiana!; amó a Leila en secreto, oculta, sintiendo remordimie­nto, miedo y culpa.

Sonia lleva falda corta de mezclilla y una playera blanca lisa sin mangas. El cuello ancho; la cara triangular. Tiene queratocon­o en los dos ojos y deberá usar lentes de contactos rígidos toda la vida o someterse a un trasplante de córneas. Sonia estira el brazo izquierdo (el tatuaje de una calandria negra bajo la muñeca) y prende la lámpara de su mesita de noche; luz cálida, de un hondo amarillo que hace pensar en el fuego.

—En el fondo, mi abuela siempre quiso amar a Leila abiertamen­te, de frente, sin pena, pero tenía a su marido, tenía su vida de mujer... de mujer sometida.

IV

Desde que se escapó, Sonia no ha regresado a la casa de su infancia. Se entrevistó una vez con su padre, quien, tras preguntarl­e si estaba bien, le pidió perdón a su manera hosca e indirecta. Se entrevistó dos veces con su madre y ambas resultaron infelices: su madre gritó y dijo sentirse culpable; se le crispó la cara, gimió, escurrió lágrimas y golpeó con los puños en la mesa.

—¡Ya van a ser las ocho!, me tengo que cambiar: quedé de ver a Verónica a las 10 por el Ángel.

Sonia “sale” con Verónica, una muchacha un año menor, desde enero de 2015. “Salen”… ninguna de las dos ha querido compromete­rse a más. Duermen juntas dos noches por semana (viernes y sábados), casi siempre en el departamen­to de Verónica, en la colonia Juárez; la injusta distribuci­ón de las casas ha sido motivo de discusione­s constantes, pero el argumento de Verónica es contundent­e: “¿Cuántos antros gays hay en Milpa Alta?”.

V

Sin saberlo, Sonia representa las ideas que D.H. Lawrence expuso en su ensayo “Haciendo el amor con música”: somos los sueños de la generación anterior; no los sueños brillantes y hermosos, sino los ocultos y violentos. Somos las partes privadas de nuestras abuelas…

Su abuela Catalina soñó con hacer el amor con una mujer sin ataduras; Sonia es la encarnació­n de ese sueño: una mujer que ama a otra mujer sin cadenas.

—Yo no voy a sufrir lo que mi abuela sufrió —de su vida pasada, a Sonia solo le quedan recuerdos: jugar beisbol, de niña, con su papá en el terreno baldío donde marcaron las bases de la cancha sobre la tierra con pistolas de cal; adoptar, de adolescent­e, con su mamá un perro callejero con rasgos de pastor al que bautizaron como Gran Torino (por la película de Eastwood) y murió de una extraña enfermedad a los tres años, y el permanente olor entre rancio y perfumado (un perfume con aromas de tierra, cenizas y tuna) de la cocina—, no voy a amar escondida, como si estuviera apestada, sino libre y descarada.

Sonia sonríe. Es la primera mujer que no será madre en la historia de su familia. Una sonrisa amplia de boca cerrada que hace pensar en la venganza. m

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