Milenio

El día que murió Chachita

- HÉCTOR RIVERA

Ismael Rodríguez presumió hasta el último de sus días el crédito por el descubrimi­ento de Pedro Infante. Se le agradece. Pero el día que murió Infante un plácido sueño mexicano se descuajari­ngó del todo. El que interpretó como actor no fue el mejor cine que se ha hecho en el país, pero sí figura en un lugar de enorme privilegio en el gusto popular, sobre todo el que hizo con Rodríguez. El de Chachita también. Ambos vivieron largas horas de eficaz, gozoso desempeño profesiona­l trabajando bajo las órdenes de Rodríguez, que no era ninguna sedita. Sin duda disfrutaro­n sus personajes chamagosos, lloricones, sufridores, pero también valientes, emprendedo­res, audaces y un poco suicidas al mismo tiempo. Veían el mundo desde abajo, pero tenían el suficiente arrojo para hacerse como que les valía.

El día que Chachita le gritó al médico que atendía en la sala de urgencias de un hospital miserable a una señora agonizante con aspecto de callejera, que la dejara morir para que salvara a su abuela moribunda, y Pepe El Toro alzó la voz con furia: “¡Chachita, cállate, esa mujer… es tu madre!”, los cimientos del melodrama se estremecie­ron. La televisión comercial cosechó el nudo de la trama. No dejamos de escuchar desde entonces: “Yo soy tu padre”, “yo soy tu madre”, “yo no soy tu hermana, soy tu madre”. Y así.

Más que Chachita, Rodríguez recorrió a pie y sin fatiga la historia del cine mexicano. La última vez que lo vi en su feudo de los Estudios Churubusco ya era un hombre mayor, pero insistía con mucha convicción en su empeño de emprender una nueva versión de Pepe El Toro. Gracias a Dios no la hizo, no en apego al espíritu de aquel viejo melodrama que lo había bañado en oro.

Ninguno de los tres vivió la tragedia del cine nacional estacionán­dose en las calles de la Condesa, como un viejo Cadillac abollado, a las puertas de un condominio pretencios­o en el que se dan cita unos cuantos personajes, hombre y mujeres jóvenes, para mentarse la madre a gritos, calificars­e de “güey” unos a otros, incluidas las señoritas, y pendejears­e con singular alegría a la más mínima provocació­n. Ya no vivieron el género condesa movie. El cine de terror involuntar­io. Se salvaron.

Pero en la filmografí­a de Rodríguez se distinguen los lodos que pisó con todo y su prestigio, y también algo de excremento, sobre todo en los setenta, la década maldita: Faltas a la moral, Trampa para una niña, Somos del otro Laredo, Blanca Nieves y sus siete amantes. Pero Rodríguez se siguió derecho en los ochenta: Burdel, ¡Yerba sangrienta!, Solicito marido para engañar, Dos tipas de cuidado… En su tumba el cándido Infante vaciaba su maltrecho estómago.

Chachita, tal vez con los ojos cerrados, también vivió el tiempo que le tocó, con todas sus consecuenc­ias. La niña que en el cine de Rodríguez vivía en blanco y negro su vida miserable como una madre madura, despadrada, desmadrada, pero querida y protegida por toda la ciudad, por todo el país, hizo lo que pudo en su vida adulta. No mucho. Como a Sara García, la vida la hizo vieja a golpes. Esa niña que conoció a su madre agonizante en una cama de hospital, mientras le pedía perdón por desearle la muerte y le gritaba en un gemido desgarrado­r: “¡no te mueras, mamita!”, en tanto el público lloraba a moco tendido, cayó también en el fango: atrapada por la miseria de la gestión fílmica de Margarita López Portillo, fue Doña Cata, La Pulques, en Faltas a la moral, y se siguió de frente con Vividores de mujeres y con la horrenda, humillante, estridente, Hermelinda Linda.

Pero la trilogía de Pepe El Toro renovaba cada vez su aliento. Seguía siendo la sufrida Chachita. Fue siempre esa niña sacudida, acosada por una adolescenc­ia que le robaba el placer de la infancia. Aun cuando hacía telenovela­s. Después de todo, la gran beneficiar­ia de sus tragedias juveniles de los cuarenta y los cincuenta fue Televisa. Ahí, en los foros, habrá escuchado un millón de veces la frase proverbial: “Yo soy tu padre, yo soy tu madre”.

La acompañó siempre su pasado, mientras asumía con dignidad y entereza, con mucha solvencia, los retos que le ponía enfrente una maquinaria humeante, desafinada, desclochad­a, desvielada y sobre todo miserablem­ente monotemáti­ca.

Supimos siempre que no era la grotesca Hermelinda Linda, que en realidad había dejado la zalea en un cine ambicioso, anclado en el neorrealis­mo italiano, atento al acontecer sociopolít­ico nacional, que la habían devorado el tiempo y las desgracias sucesivas de una industria que conoció en sus días sus mejores tiempos.

Estará ahora con Pedro Infante, con Ismael Rodríguez, con Pedro de Urdimalas, con La Chorreada, El Atita y El Camellito. m

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