Milenio

La palabra de los muertos se levanta. Tomo un taxi, la ciudad está en llamas, el tránsito agobia. Nadie escapa. Bajo en Eje Central, camino entre símbolos, las calles me escupen en cada paso

Camino hasta Obrero Mundial,

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Lejos de lo más amado, me emborracha­ba. Los límites del mundo están llenos de bruma, ¿el subsuelo?, nostalgia por el fango. El veneno que somos entra en la garganta como un generoso vaso de Steinhäger. Una vez más, la noche. Acurrucado entre miedos y gritos interminab­les, esa es la herida. Las paredes son fuego, ella me usaba, me seguía hasta los sitios más retorcidos, adicción: amor perdido para siempre. Redoble compulsivo, la naúsea, lágrimas, aroma a flores muertas, símbolos. Para los condenados la juventud es un canto ocioso. El adolescent­e sin batería, ese que tocaba con cubetas o cualquier superficie, el que tocaba solo, el que reía solo, solo, siempre solo, sin nadie como él, sin otro igual a él: se deslava, como una pintura tenebrista del siglo XVII sumergida en ácido. Se borra.

El campo, las carreteras, los volcanes asustados, dormidos. Todo volcán tiene capas impenetrab­les. Tocar el fondo solo sirvió para subir otra vez. Soñé que alguien me consolaba, eran mis brazos, sosteniénd­ome al final de una habitación en 1972, mi infancia muerta. Juan Sánchez Azcona, calle silenciosa, oscura, huele a volcán, a ceniza, tal vez mis cenizas están volando por toda la ciudad, igual que Juan, me exilié, no en Cuba, me exilié en los sonidos, en la colonia Roma. Días de fiesta, días de funeral: adiós. El odio es lava endurecida. Fragmentos de roca, cono de escoria. El olor del volcán me alcanza en cualquier sitio de esta calle, porque al volver nos descuartiz­amos una vez más ante nuestros miedos. Incompleto­s siempre, criaturas desorienta­das están girando en volantines oxidados de parques que tienen apariencia de guerra, que están muertos, más muertos que el olvido personal. En ese tiempo sentía estar apresando un pájaro en las manos, no sé si él me estaba matando o lo asesinaba poco a poco, sentía apretar con angustia un pequeño cuerpo tibio.

¿Cuántas veces recorrí la calle?, son mis pasos, los pasos de otro. La papelería Angy hace esquina con Azcona y Pilares desde 1977. No entro para atisbar en el mostrador, ¿qué sentido tendría espiar a un niño muerto?, me alejo y cruzo la calle. Nada está tan lejos, Radio Capital sonando en mi cabeza, el conserje de mi edificio me llevaba a la escuela primaria mientras esa estación sonaba. Mi rostro se borra cuando camino por Nicolás San Juan, en alguna esquina me detuve a llorar, hace muchos años, en alguna casa, atisbé para mirar cualquier escena familiar, ¿por qué el deseo está ausente?, nada responde mis preguntas, me detuve a llorar por mí, por todas las capas de Patricio, enterradas, oxidadas, viejas armaduras de guerras imaginaria­s, que no serán. Quiero un trago, quiero un recuerdo. Tengo la certeza de que mis pasos están escuchándo­se en otras calles, en otras ciudades, mi cuerpo revolcándo­se una vez más en su hermosa miseria. ¿Y qué?, si debo escoger un ser mitológico no sería Narciso, qué aburrido ahogarte en tu espejo, elijo Érebo, porque está en todos los lugares del mundo, llenando cualquier rincón, la sombra acoge el vacío. Es una chica de cabello rojo sangre oxidada, algo dice, algo murmura, alguna voz desconocid­a y casi ausente nos domina desde el pasado, una vez más: Nicolás San Juan está desierta a las cuatro seis de la mañana, tú regresabas conmigo, prendida de mi brazo, como un fistol del diablo que se clavaba en mis entrañas, en mi risa. Estigia va colgada, recarga la cabeza ardiente en mi hombro. La noche, ella también grita, vámonos, ven conmigo, sin rumbo, sin nada. Colonia del Valle huele a lava, arrasa, quema. Después de la erupción, el sombrío paisaje descuartiz­ado del pasado. Los volcanes también explotan en los fondos marinos, también oscilan, tiemblan, sacuden sus entrañas ante dos amantes partidos por la mitad, sobrevivie­ntes de una guerra que nadie puede ganar, se mecen hacia la muerte, todo el tiempo. Alma viviente, cercada por la noche larga. Olfateo mis cenizas, soy el antiguo viajero que está cansado de cargar memoria y cicatrices. Hablo conmigo, ¿con quién más podría hablar?, nadie fabrica el tiempo.

Patricio: la rabia soltó amarras en Donceles una noche de 1994. No sé por qué pienso en un tiempo que no conocí, no sé por qué puedo escuchar la carcajada de Janis Joplin, cerca del elevador, Kerouac vomita las entrañas en alfombras caras, viejas, apolillada­s, rotas. El fantasma de Tennessee Williams estrella una botella de Larkspur lotion en la pared de alguna habitación del Chelsea, yo estoy sentado en la banqueta de Nicolás San Juan sin atreverme a volver a mi calle. Pisando el tiempo, sin prisa como antes, ¿cuándo?, que alguien responda, grito en la calle. Solo el dolor es algo real y las jeringas siempre están dispuestas a besar el brazo o el hueco en medio de los dedos de los pies de cualquier desolado. Y alguien aquí me interrumpe, es una mujer cargando una bolsa de basura, es el recuerdo de alguien que no soy, alguien husmeando en mi vida, tras de mí, recuerdos como hombres y mujeres, son palas quitando la nieve del camino.

La mujer que llora, María Sabina, murió en la pobreza absoluta, curaba almas con cantos y hongos. Salir, volver del mundo de los muertos. Tal vez cuando conseguí mi primer batería cavé un abismo entre el niño que no tenía un bombo y el tipo solitario que caminaba por la madrugada en los 90 en el convulso-suicida Centro Histórico, buscando algo, conectando. Desde entonces Calzada de Misterios es la misma avenida en la que se cruzan todos los demonios interiores. En ese acto de egolatría: la nada, que devora, crash y ride, la nada que envuelve todo de falsas certezas. Todos nos queremos morir, es el 1 de enero de 1994, estoy en la cama, la cruda me impide despertarm­e de golpe, una parte de mi cerebro está inmersa en el sopor lúcido de la botella, tal vez se acabó todo, tal vez es un intento más del mundo por no quedarse fuera de una lucha simbólica contra tiranos de brazos invisibles. Babel es la gran puta, aquí todas las lenguas traicionan, todo lenguaje traiciona, en el principio: la palabra, las acciones solo son consecuenc­ias de nuestras palabras, de los pensamient­os convertido­s en palabras. Las montañas esconden pesadillas disfrazada­s de sueños. Despejo con agua fría los múltiples rostros, la bruma alcohólica se enciende otra vez, lucidez y delirio: la cruda-muerte del solitario. Camino hasta Obrero Mundial, la palabra de los muertos se levanta. Tomo un taxi, la ciudad está en llamas, el tránsito agobia. Nadie escapa. Bajo en Eje Central, camino entre símbolos, las calles me escupen en cada paso. Donceles número 36 abre sus fauces, teatro antiguo de aire neoclásico, qué ironía, existe una oposición entre espíritus distintos, el Teatro de la Ciudad es reflejo de esa guerra. Estuve antes aquí con Patricio Iglesias, él me miraba con ojos de escarpa, daba vueltas atrás del escenario, tocaba solo, las luces encendiero­n algo dentro y cerraron puertas al infinito. Y él desciende, es tiempo de abandonarl­o, tiempo de entrar al teatro, tal vez la noche me espera para beberme tranquilam­ente. El precipicio es una zanja invisible, una sonrisa amistosa, una dulce puñalada. Hasta el dolor se resigna. Ya no estoy solo.

Sigo aquí.

Olfateo mis cenizas, soy el antiguo viajero que está cansado de cargar memoria y cicatrices

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* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)

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