Una de forajidos
¿Adónde irían a dar los hasta hoy intocables chavistas, si cualquier día de éstos aceptaran la voluntad desesperada de la gran mayoría de los venezolanos?
Algunos no se explican cómo es que Nicolás Maduro y sus adeptos se aferran a un poder en obvia e imparable descomposición
La imagen parecería ridícula, si no fuera también escalofriante: vemos un par de hileras de venezolanos recién nacidos, sólo que en vez de estar en incubadoras los bebés aparecen acostados en cajas de cartón. ¿El escenario de la fotografía es el área de maternidad de un hospital o una suerte de planta ensambladora de niños?
Se dice con frecuencia que imágenes así son tan inexplicables como la situación que las ocasionó. La niñita desnuda en Vietnam, el niño sirio muerto sobre la arena: no hay sensatez que alcance para entenderlas. O será que hasta el puro intento de explicar el horror se anuncia de por sí despiadado. Los bebés en sus cajas son tal vez menos tétricos, si evita uno la gimnasia mental de imaginar la cantidad de gérmenes a los que están expuestos y el descenso dramático de sus probabilidades de supervivencia, pero lo que al final resulta inevitable es entender la imagen como el botón de muestra que intenta ser. Imaginar la situación del enfermo, el herido o la parturienta en medio de una crisis como la venezolana —donde escasean los insumos más elementales y hasta la profilaxis es lujo para pocos— equivale a pensar en el siglo XIX.
Algunos no se explican cómo es que Nicolás Maduro y sus adeptos se aferran a un poder en obvia e imparable descomposición, a despecho del pueblo hambreado, maltratado y amordazado al que tanto juraron defender. Lo raro, sin embargo, sería que cedieran. Basta cerrar los ojos y meterse por unos minutos en las botas de Diosdado Cabello para entender el miedo de la gavilla entera.
¿Adónde irían a dar los hasta hoy intocables chavistas, si cualquier día de éstos aceptaran la voluntad desesperada de la gran mayoría de los venezolanos? Hoy, que tienen a todo el poder judicial rendido a su capricho, y de hecho al conjunto del Estado a su disposición, pueden ir y venir con la frente tan alta como el volumen de sus consignas y bravatas; pueden aún viajar, derrochar y vivir como playboys sin perjuicio de su prestigio igualitario; pueden callar, acosar, estigmatizar, encarcelar o torturar a sus opositores con esa y otras coartadas incendiarias; pueden hacerse con todas las fichas y ganar cada una de las jugadas, a condición de que sigan mandando. Prefieren, ciertamente, tolerar epidemias, hambrunas y catástrofes —fácilmente achacables a sus enemigos— a quedar cualquier día a la intemperie y pagar consecuencias por sus demasías.
No es necesario ver bebés en cajas para asumir la talla de la infamia. Hay legiones de enfermos y menesterosos que mueren poco a poco por la presunta soberbia de sus gobernantes. Ahora bien, de estar yo en el lugar de aquellos gerifaltes, sólo muerto saldría del poder. ¿O es que voy a prestarme a enfrentar a un fiscal, un jurado y un juez que de pronto se nieguen a obedecer mis órdenes? ¿Puedo dejar que aquellos a los que tantos días engañé, robé, reprimí o encerré metan sus reaccionarias narices en mis cuentas privadas? ¿Toleraría el ridículo de que se me exhibiera como el burgués de armario que tanto tiempo he sido, y entonces como hipócrita probado? ¿Aceptaría, en el nombre de la democracia, que todo el mundo sepa de mis vínculos con el narcotráfico y el terrorismo? ¿Querría terminar como Pinochet? ¿De cuándo a acá se rinden los pandilleros o acatan su destino los criminales?
Algo tiene de tierno y conmovedor el cacareado esfuerzo de exmandatarios como José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos por comprar tiempo a los viejos golpistas bolivarianos: nada menos que Hugo, Paco y Luis trabajando para los Chicos Malos. La hipocresía tiene su candor, aunque también sus réditos. Esto de ir por el mundo componiéndolo a golpe de retórica da una invaluable imagen de hidalguía, pero sigo pensando que a ninguno de esos tres caballeros me atrevería a comprarle un coche usado.
Ya entrados en el tema del fariseísmo, consideremos ahora la deslealtad: esa infamia que tantos convencidos se dicen incapaces de consumar, cuando menos mientras sea mal negocio. ¿Cuántos, entre los hoy clientes cautivos del chavismo, le volverían la espalda a sus caciques nada más los mirasen defenestrados? ¿Cuántos empleados públicos explicarían con gusto las fortunas de tantos camisas rojas, amasadas al cobijo de ya más de tres lustros de poder absoluto? Quien quiera imaginar las negras pesadillas de Diosdado Cabello, sólo atienda a la histeria de sus amenazas. Me temo que Al Capone no era más elocuente.
Más que un país en desgracia o un poder putrefacto, encuentro tras la foto de los bebés en cajas de cartón a una gran multitud, en teoría indefensa, secuestrada por una pandilla de maleantes cuyos antecedentes les orillan a hacerse irreductibles, igual que el forajido que prefiere las balas a la soga. Pobres bolivarianos: debe de ser difícil sobrevivir a expensas del miedo de los otros. M