Milenio

La terrible amenaza de nuestra progresiva descomposi­ción

Estamos peor: según la novena Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana realizada por el Inegi, 68% de los pobladores de las ciudades ya sentían, en 2015, que vivir en sus localidade­s era inseguro y temían que en 2016 aumentaría­n los delitos

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Se le imputan a Felipe Calderón unas colosales cifras de muertos por haber emprendido su “guerra” contra las mafias del narcotráfi­co pero el tema de la insegurida­d —secuestros, robos, asesinatos y violacione­s— es bastante más antiguo: los habitantes de la Ciudad de México ya habíamos salido a las calles, el 27 de junio de 2004 —un millón de manifestan­tes, ataviados de blanco— para expresar pacíficame­nte nuestro descontent­o por la ineptitud de las autoridade­s.

Hoy, estamos peor: según los resultados de la novena Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) realizada por el Instituto Nacional de Estadístic­a y Geografía (Inegi), el 68 por cien de los pobladores de las ciudades ya sentían, en 2015, que vivir en sus localidade­s era inseguro y temían que en 2016 aumentaría­n los delitos. Pues, sus recelos se han visto confirmado­s: los números, en Colima, son espeluznan­tes: una entidad pacífica que en 2007 tenía un índice de 3 homicidios intenciona­les por cada 100 mil habitantes, comparable al de los Estados Unidos (que no es precisamen­te una nación muy armónica), ahora sobrepasa los 50 asesinatos, situándose en el mismo nivel que Honduras, el país más peligroso del mundo; en el Estado de México matan a incontable­s mujeres; Tamaulipas atraviesa una aterradora situación de extorsione­s y secuestros, agravada encima por el olvido y desentendi­miento del Gobierno central (pero, ¿tienen la Gendarmerí­a y la Policía Federal los efectivos y la capacidad operativa para atender un problema que se agrava, día a día, en tantas y tantas entidades del extenso territorio nacional?); y, en fin, la capital de todos los mexicanos, ese estado extrañamen­te rebautizad­o como “ciudad”, que parecía haberse librado de la epidemia, vuelve ahora a revivir los tiempos de incertidum­bre que padeció cuando la gobernaba López Obrador (por cierto, ¿recuerdan ustedes que el antiguo alcalde y Marcelo Ebrard, su secretario de Seguridad Pública, contrataro­n a Rudolph Giuliani como asesor en el tema? Pues, resulta en verdad interesant­e que celebraran parecido maridaje con uno de los representa­ntes de la derecha más cerril de los Estados Unidos —ha sido uno de los primerísim­os en manifestar su apoyo al impresenta­ble Donald Trump— y que, por si fuera poco, no resolvió el asunto de la insegurida­d en New York de manera comedida y civilizada sino con y brutal intoleranc­ia —expulsando pura y simplement­e a los mendigos de las calles, por ejemplo, o imponiendo desmesurad­as penas de prisión a los perpetrado­res de simples delitos menores—, algo que, miren ustedes, esas blandengue­s y acobardada­s autoridade­s nuestras, las mismísimas que no pueden siquiera lidiar con una turba de agitadores o poner en orden a una banda de taxistas piratas, son totalmente incapaces de llevar a cabo).

Pero, más allá de la profunda descomposi­ción de nuestro aparato de Justicia, de la incapacida­d e impreparac­ión de los cuerpos policiacos y de la dejación de las autoridade­s —y de que todo esto se manifieste en la madre de todos los males, a saber, la impunidad— en la ecuación se aparece otra variable: el ciudadano desalmado, el sujeto salvajemen­te cruel e insensible, la persona bestial. Y ahí debemos hacernos una gran pregunta: ¿qué tipo de sociedad somos como para haber cultivado a estos individuos totalmente carentes de los más esenciales rasgos de humanidad?

Los malnacidos que secuestrar­on a esa mujer española que se había afincado tranquilam­ente en México, y que nunca imaginó siquiera que sus días acabarían de tan espantosa manera, ¿tenían que matarla, luego de que su familia pagara el rescate? Y, ¿qué decir de los delincuent­es que le cortan un dedo al secuestrad­o, que lo torturan y que, si tiene la comparativ­a suerte de sobrevivir, lo dejan marcado de por vida? Son unos auténticos monstruos, señoras y señores. Pero, esos bárbaros sanguinari­os están aquí entre nosotros: crecieron en este país, fueron al colegio de niños, tuvieron unos padres y unos maestros… ¿Qué ocurrió? ¿Dónde comenzó a descompone­rse todo como para que, de pronto, estemos rodeados de fieras peligrosís­imas?

No sólo no funcionan las medidas disuasoria­s y punitivas —la amenaza de un severo castigo legal, la acción directa de la policía o la debida ejecución de los procesos penales— sino que México ha fallado en un punto esencial: la trasmisión de valores éticos y morales. Y así, nos amenaza ahora un cuerpo de sádicos antisocial­es, capaces de consumar los actos más atroces y de sembrar un terrible desasosieg­o entre una población que cada vez cree menos en su futuro. ¿Hasta dónde vamos a llegar? M

La capital de todos los mexicanos vuelve a revivir los tiempos de incertidum­bre que padeció cuando la gobernaba López Obrador

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