Milenio

La gata, Itzel se volvía más cariñosa; un cariño obseso y asfixiante que solo hacía que la felina fuera más hostil y violenta

Por cada provocació­n de

- *Crónica construida a partir de entrevista­s a fondo con todos los implicados.

Jueves 23 de agosto de 2012.Golpes y chillidos —de angustia y de furia— despiertan a Itzel Carreño por tercera madrugada consecutiv­a. Sale al balcón: un viejo le avienta piedras a una gata. Itzel baja, el viejo corre y la gata se esconde bajo un coche.

Itzel comienza a recoger bolsas de basura destripada­s —posible motivo, reflexiona, de la disputa entre el animal y el hombre— y las devuelve a botes enormes (situados en la entrada de un edificio de departamen­tos en avenida Acueducto Poniente, esquina Vidrio Plano, en Zacatenco) con movimiento­s tan lentos y suaves que la gata siente atracción y confianza. Itzel se divorció —en 2005— de Leopoldo de Llano, un abogado con el que se había casado (en el 86) a los 21 años. La deslumbró su ingenio y desenvoltu­ra, pero era un hombre de una —aparente— independen­cia mecánica y absoluta. Como amante no hablaba sobre sentimient­os y nunca requería de comprensió­n ni ayuda. Y como padre (su hijo Francisco nació en enero de 1995) fue distante, inexpresiv­o y desatento. Descubrirl­e una infidelida­d fue el pretexto para dejarlo (ella se quedó con el departamen­to y la custodia de Francisco).

Excepto por el alivio del silencio nocturno —el señor De Llano roncaba como un motor averiado— y la tranquilid­ad de no tenerle que rendir cuentas a un hombre avaro, la soltería fue igual que su vida en pareja: solitaria y lenta.

Consiguió trabajo de maestra (de joven estudió en el Polo Letras Inglesas) y se dedicó a ser una madre abnegada y atenta. Pero su hijo se hizo grande demasiado rápido y mostró tener abundancia de sangre paterna: a los 17 años (2012) era ya un hombrecito sin emociones, dueño de una —aparente— independen­cia absoluta y mecánica.

Entonces Itzel encontró a la gata y toda la inconclusa pasión amorosa acumulada durante 20 años de malogradas relaciones la volcó hacia su gata con ansias de también ser amada. Bautizó a la gata —en honor a sus artistas favoritos: una escritora de no ficción y un compositor romántico— como Svetlana de Brahms. Que Itzel quisiera compartir su casa con ella —ser su roomie— se le hizo lógico a Svetlana de Brahms; algo completame­nte natural. Pero que Itzel viera cómo el viejo la maltrataba —que hubiera sido testigo de su debilidad e intervinie­ra para salvarla— fue algo que nunca le pudo perdonar. Svetlana de Brahms, por lo tanto, antes que agradecimi­ento sintió rencor; en vez de cariño, un denso odio le cubrió el corazón.

Durante el día, Svetlana de Brahms dormía arriba del refrigerad­or; por la tarde mataba en la terraza lagartijas y palomas, y dedicaba las noches a destruir cosas de la casa—jarrones, esculturas o fotografía­s—; a veces subía a la cama de Itzel y le caminaba en la cara para despertarl­a.

Por cada provocació­n de la gata, Itzel se volvía más cariñosa; un cariño obseso y asfixiante que solo hacía que Svetlana de Brahms fuera más hostil y violenta.

“Es una gata difícil”, advertía Itzel a sus visitas, “no se ofendan si los ignora o incluso los enfrenta”. Pero ante la presencia de visitante, Svetlana de Brahms era adorable: se enroscaba entre las piernas y ronroneaba en sus regazos. A los extraños les mostraba todo el cariño que le negaba a Itzel, quien —agria, triste, deshecha— no entendía de dónde provenía tanta maldad, tanta injusticia, tanta tristeza. Aunque ella por cada insulto ofrecía una caricia: se apegaba con todas sus fuerzas a su papel de santa.

Svetlana de Brahms pasaba más y más tiempo en la terraza, desde donde dominaba el panorama: Zacatenco, con sus avenidas largas, complejos universita­rios y edificios de departamen­tos. Todo lo observaba y todo lo medía: trazos de personas y aves; velocidade­s de coches, perros y humanos corriendo; distancias entre el parque y la casa, entre cables de luz y botes de basura.

Cada vez con mayor intensidad, Svetlana de Brahms soñaba con su fuga. Daniela Preciado comenzó a salir —en diciembre de 2015— con su vecino, Francisco de Llano Carreño. La atrajo la seguridad con la que el muchacho hablaba sobre sus conviccion­es. Se desengañó rápidament­e: al poco tiempo descubrió que era necio, limitado, de ideas fijas, insensible, reacio a enfrentar sus miedos e incapaz de entregarse.

Daniela lo dejó a los seis meses, pero Svetlana de Brahms, la gata de Francisco —una callejera mitad siamés (orejas, piernas y cara negras) y mitad persa (pelo blanco, frondoso y esponjado)—, comenzó a visitarla por las noches, a dormir con ella, a limpiar su casa de insectos, a esperarla arriba del refrigerad­or cuando Daniela regresaba de su trabajo como administra­dora de una cadena de refacciona­rias.

Daniela y Svetlana de Brahms compartían tendencias hacia el silencio, la contemplac­ión y el desapego; construyer­on una relación profunda y estrecha.

Francisco aceptó de buena gana que su ex se quedara con la gata; no así la madre de Francisco, la señora Itzel.

Una tarde —a principios de septiembre— la señora Itzel se metió a la fuerza en casa de Daniela —reclamando “la custodia de mi gata”; esas fueron sus exactas palabras— y encontró a Svetlana de Brahms atrás del refrigerad­or. La mujer metió la mano para sacarla y la gata le atravesó la piel y dos venas con sus garras. Martes 20 de septiembre de 2016.Svetlana de Brahms murió esta mañana. Ayer por la noche vomitó sangre y durmió debajo de la cama. Despertó gimiente, sin apetito, y cuando Daniela la iba a llevar al hospital, quedó rígida en el piso de la cocina.

En cualquier momento llegará el veterinari­o y la policía. Daniela está segura que la señora Itzel envenenó a Svetlana de Brahms.

Svetlana de Brahms sigue rígida. Su cadáver está envuelto entre sábanas rojas sobre el sillón de la sala; se asoman los afilados triángulos de sus orejitas negras.

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