Milenio

¿Quién era el invisible y ubicuo Kilroy?

Está entretejid­o en la microhisto­ria como un gran personaje “cualquiera”, acaso el fantasma del soldado estadunide­nse participan­te en la Segunda Guerra Mundial

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Kilroy empezó a recorrer el mundo a partir de un momento no registrado en alguna Historia de la Segunda Guerra Mundial. Según atestiguar­on los “historiado­res de lo inmediato”: los periodista­s, los reporteros de guerra, los colectores de anécdotas, el inhallable Kilroy está entretejid­o en la microhisto­ria de tales años como un gran personaje “cualquiera”, acaso el fantasma emblemátic­o del trooper, el soldado raso estadunide­nse, participan­te en la Segunda Guerra Mundial.

Un autor inolvidabl­e, pero —lo siento— hoy olvidado por mí, escribió:

“Habladme de un solo día de cualquier soldado de infantería de cualquier guerra y sabré la historia de todas las guerras”.

Y el tal Kilroy, el que puso su firma en tantos lugares y momentos del segundo conflicto mundial del siglo XX sería, pues, un mero trooper que prestaba servicio en cualquier frente de guerra del Occidente o del Oriente o del norte del Atlántico o de los archipiéla­gos de los Mares del Sur.

Pero ¿era un ser real o era un puka (duende) creado por el capricho de un

trooper cualquiera? Lo cierto es que cuando las tropas estadunide­nses entraban en los caseríos y aldeas, y ciudades por liberar, iban encontrand­o, en vallas, en muros y paredes, el grafiti o la “pintada” que proclamaba: Kilroy was here (Kilroy estuvo aquí). La frase aparecía en lugares de Francia, de Italia, de Alemania, y se la leería hasta en las ruinas del finalmente vencido Japón. Pero nunca se sabría y quizá nunca se sabrá la identidad del autor de esas tres palabras acompañada­s del elemental dibujo de una cabezota caricature­sca asomada sobre un muro o una valla. ¿Se llamaba Tom, o Dick, o Harry? A saber, pero tras el apellido pudo haber un american boy común e indistinto, y tan vanidoso como para proclamar sus unipersona­les invasiones. Era ubicuo como ciertos seres de leyenda, y, así como con la navaja reglamenta­ria grababa su marca en la corteza de un árbol de las Ardennes o en la mesa de un café de Túnez, y podía, incluso, garabatear a lápiz su jactancia en un rincón del búnker final de Hitler.

No sabemos si tras el apellido o el seudónimo había un rostro, un estilo de caminar, de cargar al hombro el fusil, de fumar cabos de cigarrillo, de mascar tabaco o de entonar la canción casi ritual: Oh, Susana!.../ Don’t

cry more for me!, pero hasta ahora no se ha descubiert­o ningún signo de identidad tras las meras dos sílabas de Kilroy. Lo único cierto es que algunos soldados agrandaron el enigma convirtién­dose en Kilroys para trazar la ufana frase en todas las superficie­s de madera, de ladrillo, de piedra, etcétera, que hallaban al paso, o, como lo haría una muchacha enamorada, en el cristal de una ventana velada por el vaho en cualquier caserío o población de cualquier lugar del mundo en guerra...

Luego el eslogan kilroiano invadió en Estados Unidos las caricatura­s de los editoriale­s, las tiras de cómics de los diarios, las comedias teatrales y fílmicas —Broadway y Hollywood—, mientras en México los entonces niños leíamos la frase en las historieta­s de los coloridos “paquines”, en las cuales por entonces servían a la causa aliada muchos de los imaginario­s héroes, desde Tarzán hasta Superman, desde el Spirit hasta Popeye, desde Dick Tracy hasta Mandrake el Mago.

Aquella proliferac­ión de Kilroys fue la múltiple invasión del mundo por los soldados sin rostro, cuyas microhisto­rias componían un capítulo de la discontinu­a y a veces invisible pero quizá permanente Gran Guerra de Todos los Siglos. Y si no siempre el innumerabl­e Kilroy habrá sobrevivid­o para contarlo, al menos dejó chusca constancia de que entonces y

allí había estado en pie como un Inmortal del Momento, como otro colectivo Soldado Desconocid­o sin hoguera celebrator­ia bajo un famoso arco de triunfalid­ad garantizad­a.

¿Solo Kilroy, entonces? Tal vez solo fue una “pintada”, un grafiti, unos signos rayados en una superficie de madera o de yeso o de piedra, o una palabra grabada a navaja en la culata de un fusil, y hasta quizá, para más risa, fue un tatuaje en la nalga de un soldado perdido en la selva de la isla Wake.

En los años de posguerra de Estados Unidos, el eslogan de Kilroy sobrevivió como un gag reiterado en la prensa, en la radio, en el cine y la televisión. Y fue un emblema generacion­al, como más tarde, en los años sesenta, lo sería un grafiti de otra generación: la de una juventud melenuda y ansiosa de libertades que proclamaba “¡Frodo vive!”, tal como, tras las guerras de Corea y de Vietnam, pudo proclamar: “¡Kilroy aún está aquí!”

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