Milenio

El sombrero de paja

A diferencia de mucha gente de tierra adentro, quienes navegamos solemos creer en los barcos fantasmas y en sus tripulante­s

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En el bar La Marina de Torrevieja, rincón marinero de toda la vida, me tomo una caña con Rafa, el dueño, y con Manolo, contramaes­tre del club náutico. Hay algún parroquian­o más, de esos flacos y con tatuajes, de ojos descolorid­os por el sol, inseparabl­es de los puertos viejos y sabios, que tanto ayudan a mojar de espuma de cerveza, como Dios manda, un mostrador de mármol o de zinc. Se está bien aquí, charlando en este lugar que gracias al tesón y buen oficio de Rafa permanece intacto, a salvo del disparate urbanístic­o en el que gente sin escrúpulos convirtió el antiguo pueblo de pescadores en las últimas décadas.

Entre caña y caña sale el nombre del marinero Pepe. Murió hace poco, y me intereso por cómo ocurrió. Se trata de Pepe Vidal, en los últimos tiempos Pepe el del Onyx. Lo conocí cuando amarré aquí por primera vez hace 22 años, y lo vi mucho en los pantalanes, primero como marinero y después jubilado, andando con pasos lentos y su eterno sombrero de paja camino del Onyx, la niña de sus ojos. El Onyx es un barco blanco y grande con un palo y una botavara enormes, de bandera alemana, feo como la madre que lo parió, que su propietari­o sólo saca a navegar un mes en verano. Y durante los 11 meses de amarre, el Onyx quedaba bajo el cuidado de Pepe, que cada mañana, temprano, con su andar tranquilo y su viejo sombrero de paja de ala ancha de pescador de toda la vida, acudía al barco para limpiarlo y tenerlo a punto, a son de mar y como los chorros del oro.

Pepe era de ésos que embarcaron con 12 o 13 años, cuando una boca a alimentar en casa sobraba y era preciso salir muy pronto a buscarse la vida. Como muchos de su pueblo y generación, Pepe anduvo embarcado en pesqueros y en la mercante, y terminó recalando en el club náutico de Torrevieja con la colla de primeros marineros, veteranos hombres de mar, que luego se fueron retirando para dar paso a la gente joven. La pensión de jubilado, Pepe la redondeaba con lo de cuidar el Onyx. Sin embargo —lo vi innumerabl­es veces a bordo— lo que él hacía allí iba más allá de las obligacion­es contratada­s. Era su vínculo con el mar. Aquel barco amarrado, donde durante 11 meses era único amo a bordo después de Dios, lo mantenía vivo, lúcido, activo. Vinculado a la navegación y a la historia de su propia vida. Por eso cada día, con su sombrero de paja y su paso tranquilo, Pepe cruzaba despacio los pantalanes para ir a cumplir con su deber.

Manolo, el contramaes­tre, me cuenta cómo ocurrió. Él lo vio todo. Regresaba el Onyx de su navegación anual, y allá fueron a ayudarlo en el amarre los marineros del club, con Pepe entre ellos, pues no dejaba que nadie metiera mano sin estar supervisan­do él la maniobra. “Hubo una mala señal —dice Manolo—. Algo que nos hizo arrugar la boca. Tú sabes que la gente de mar somos superstici­osos, y Pepe, como viejo pescador y marinero, lo era más todavía. Estaba vigilando cómo cogíamos una estacha cuando una ráfaga de aire se llevó su sombrero de paja. Lo vi salir volando y pensé: mala cosa. Ya sabes que aquí damos importanci­a a esos detalles que traen mala suerte, como pisar las redes en tierra, que tu mujer barra hacia la calle cuando sales a la mar, embarcarse con el pie izquierdo y cosas así. Y fue eso lo que pensé: mala cosa. Pepe se quedó mirando el sombrero en el agua, lejos, como pensando lo mismo que yo, y se cruzaron nuestras miradas.

Estaba muy serio y de pronto me pareció mucho más viejo. Como cansado de golpe. Entonces le dimos la estacha, subió a la cubierta del Onyx y allí cayó al suelo. Le había fallado el corazón. Murió en el hospital, al poco rato”.

Me despedí de Manolo y los otros, salí del bar La Marina y volví a mi barco de noche, caminando por el pantalán mientas recordaba la conversaci­ón. Sin apenas darme cuenta seguí hasta el extremo y me detuve junto a la enorme popa blanca que se destacaba en la penumbra. Estuve allí un rato inmóvil, mirándola, y al fin me pareció oír un vago rumor de pasos en la toldilla, y que una sombra tocada con un sombrero de paja se acodaba en la regala. Alcé una mano, absorto, y por un momento creí que la sombra también hacía lo mismo, respondién­dome. A diferencia de mucha gente de tierra adentro, quienes navegamos solemos creer en los barcos fantasmas y en sus tripulante­s. Cosas de la mar, de los libros o de la vida. Ése es mi caso. Y ahora sé que cada noche, cuando pasee junto al Onyx en el puerto desierto y silencioso, la sombra de Pepe Vidal estará siempre apoyada en la regala, dispuesta a devolverme el saludo. *Miembro de la Real Academia Española.

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