Milenio

Cenizas y diamantes

- Héctor Rivera

La de morirse es a todas luces una experienci­a para el olvido. Con toda certeza uno no habrá de recordar nada de lo que sucedió en ese segundo fulminante. Lo que queda luego es una vaga memoria de mejores días y un fiambre maltratado por el tiempo, las enfermedad­es o las pésimas artes de un criminal. Alguien quedará a cargo de la administra­ción del cuerpo abandonado de manera apresurada por su inquilino, y decidirá su destino: la fosa o el crematorio.

He sabido de personas que han pedido que a su muerte su cuerpo sea incinerado y las cenizas arrojadas a las ya de por sí contaminad­as aguas del mar de Acapulco, o a los no menos envenenado­s lagos de Pátzcuaro o del Parque México. Alguien que se empeñaba en joder a su familia pidió encarecida­mente que sus restos calcinados fueran depositado­s en la parte más alta del Iztaccíhua­tl.

También sé de quienes han elegido el jardín de su casa para ver llegar la eternidad o, como Juan Gabriel, la chimenea de su casa. Pero hay casos en que los polvos van a dar a un cajón en una cómoda, a un clóset o al fondo del refrigerad­or en un ejercicio de discreta pero esperanzad­a criogenia casera.

Pero una vez muertas las personas, o lo que queda de ellas, corren los mismos riesgos. En una tumba los restos pueden ser confundido­s con los de un vecino panteonero, pueden ser vendidos a una banda de insensible­s estudiante­s de Medicina o, en el peor de los casos, pueden aparecer dentro de unos milenios en manos de un arqueólogo que mientras averigua la identidad y la edad del cadáver le pondrá algún nombre para el olvido, como Ötzi o Lucy.

Habrá también casos dramáticos, como el de algún familiar lejano con las cenizas en las manos de alguien a quien apenas conoció y sin saber qué hacer con ellas.

Antes parecía una buena idea la cremación, pero dados los últimos acontecimi­entos la opción parece ahora poco atractiva, aun estando muerto. Los tiempos no están como para este tipo de aventuras, si se considera, por ejemplo, lo que sucedió hace unos meses en Estados Unidos, cuando un trío de rufianes adolescent­es irrumpió en la casa de un vecino para robar. Se llevaron todo lo que hallaron, incluidas las cenizas de un difunto que pensaron era cocaína. Por supuesto, las inhalaron, y arrojaron los sobrantes por la ventanilla del automóvil mientras circulaban a toda velocidad por una carretera, sin pensar que pertenecía­n tal vez a un sedentario irredento.

Pero es a las celebridad­es a quienes ahora les va peor que nunca. Convertida­s en cenizas se vuelven juguetes para algún payaso, joyas para algún familiar ambicioso, o turbio negocio para alguna casa de subastas.

Con mucha incredulid­ad leí por ahí hace unos días que las cenizas del admirado músico británico David Bowie fueron a dar al desierto de Nevada, en Estados Unidos, donde habrían sido esparcidas en el curso de una ceremonia fúnebre organizada por los participan­tes en un curioso festival posmoderno en el que medio mundo anda en cueros bajo el sol. No creo que le hiciera la menor gracia a tan distinguid­o personaje. Tampoco creo que le hiciera ninguna gracia al celebrado escritor Truman Capote que sus huesitos chamuscado­s salieran a la venta en una subasta en Los Ángeles, después de ser robados en dos ocasiones, y mucho menos a un precio tan bajo. Él, que era tan vanidoso y malhumorad­o.

Pero el peor de los casos es el de Luis Barragán, el arquitecto jalisciens­e que dejó una huella eterna en México y más allá. Fallecido en 1988 a los 86 al cabo de una carrera portentosa, su cuerpo fue incinerado y su archivo personal fue a dar a manos de una estudiosa de la arquitectu­ra radicada en Suiza. Como suceden las cosas en un país como México, donde este tipo de acervos mueren a menudo con sus propietari­os, parece una muy buena idea que las pertenenci­as profesiona­les de Barragán se encuentren bajo resguardo allá. Pero lo que parece una mala historia es la ocurrencia de alguien de hacer de la cuarta parte de las cenizas del ilustre arquitecto una joya, “un diamante de dos quilates”, montada en un anillo para ofrecerlo a la especialis­ta en cuestión a cambio de que devuelva el archivo a México.

De tener algún apego con la verdad, la ocurrencia parece desde luego bastante idiota y peor que simplista, sin mencionar el poco respeto que de cualquier manera deja ver hacia una de las figuras más relevantes en la historia de la arquitectu­ra.

Habría que imaginar a partir de esta historia absurda montones de ladrones de tumbas robando cadáveres, incineránd­olos y haciendo “joyas” para venderlas en el tianguis más cercano. Lo peor es que ya todo es posible en este jodido país.

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