Milenio

Llegó a EU a los 15 años, trabajó honestamen­te pero tiempo después cayó en las redes del narco... y en la cárcel; la experienci­a hizo que Gustavo Lavariega se corrigiera, pero el gobierno de Trump lo deportó por los pecados del pasado AÚN PAGA FACTURA POR

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Sí, fue lo que Donald Trump denominarí­a como… un bad hombre mexicano. Traficaba cocaína. Por ello acabó en la cárcel. Luego, al quedar libre, como carecía de documentos, fue de nuevo a prisión. Y lo deportaron.

Sí, fue un bad hombre, pero está arrepentid­o del mal que hizo y asegura que nunca más violará la ley.

Por un instante lagrimea, sin que sea ésta una señal de debilidad, mientras recuerda los años de encierro en Estados Unidos y la separación de su familia, integrada por su esposa y cuatro hijas, quienes han sufrido su ausencia: primero en la cárcel y después, desde hace cuatro meses, alejados por una frontera.

Su deuda con la justicia estadunide­nse ya está saldada. Luego se reintegró a la sociedad, donde recibió apoyo de su patrona, pero Gustavo Lavariega Diez, de 42 años, quien abandonó su casa en México durante la adolescenc­ia, sabe que ya no puede regresar al país donde forjó parte de su vida… Habrá que retroceder en el tiempo. Gustavo Lavariega tenía 15 años y vivía en la Ciudad de México. No tenía nada qué perder. Desde muy joven se sintió un solitario. Los problemas familiares lo llevaron a separarse de sus padres. Entonces dejó la escuela y empezó a trabajar en la venta de zapatos. Sus amigos lo ayudaron. Y cruzó la frontera. No tenía necesidad de irse. Pero lo convencier­on unos amigos. “Vámonos al norte —le dijeron—, allá se barre el dinero”.

Llegaron a Naco, Sonora, después de pasar retenes y ser extorsiona­dos por policías y delincuent­es. Eran 40 personas en un autobús. Después se sumarían otras 100. Cruzaron la frontera y llegaron a Phoenix, Arizona; de ahí, a Douglas, después caminar durante tres días.

En una camioneta llegó a Walla Walla, en el estado de Washington, y trabajó en el campo, restaurant­es y la industria de la construcci­ón. En el año 2000, sin embargo, fue cooptado por distribuid­ores de cocaína.

“Empecé a tener malas amistades y a vender drogas”, recuerda, “y fue como en el transcurso de un año van al lugar en donde estaba yo trabajando y me arrestan”.

Lavariega, quien ya forma parte de las estadístic­as de expulsados, medita: “Se encuentra uno supuestame­nte amigos: ‘No, que mira, aquí vas a ganar lo mismo y no vas a hacer nada, y tienes tu carro y vas acá y llevas y traes, vas a ganar hasta lo mismo o más que en la construcci­ón o que en un restaurant­e…’”.

Y admite: “En el tiempo en el que estuve vendiendo droga sí me empezó a ir bien, empecé a comprar más cosas. Yo había hecho varias ventas con unos policías encubierto­s. Después de tener ya dos ventas comprobada­s, entonces ellos ya consiguier­on una orden de arresto. Tuve que hacer (estar) dos años en prisión”.

Se había convertido en un hombre.

Ahora Lavariega forma parte de los deportados, aquellos que llegan en aviones a la Ciudad de México, de donde son repartidos a diferentes zonas del país. En los primeros dos meses de 2017, el gobierno de Estados Unidos ha deportado a 24 mil 990 mexicanos, de los cuales bad 85.9% fue por entrar de manera ilegal a territorio estadunide­nse; solo 5.3% cometió delitos como venta de drogas, secuestros y uso de armas sin permiso. El resto de los deportados cometieron algún tipo de infracción administra­tiva.

Él buscó cabida en casa de su hermano. — ¿Volver a Estados Unidos? —Ya no. Me dicen mis abogados: si quieres regresar, hazlo en tres años, porque si lo haces antes, aumenta la pena de prisión a 8 años.

Lavariega estuvo dos veces en la cárcel. En casa de su hermano, Gustavo Lavariega Diez, quien busca empleo con la ayuda de la Secretaría del Trabajo de la Ciudad de México, muestra dos de los principale­s tatuajes que le dibujaron en el torso: dos calacas desplegada­s horizontal­mente, una con cuernos de diablo y otra con aureola de ángel.

Los describe: “El significad­o de este tatuaje es que siempre tienes que tienes que estar peleando con el bien y el mal. Siempre vamos a tener ese angelito y ese diablito que tenemos en un lado y el otro. Me lo hice cuando salía de prisión”.

Durante los 22 meses que estuvo preso nadie lo visitó. En la cárcel todo el tiempo lidió con el bien y el mal. Por eso los tatuajes. Nunca pensó en reincidir. Ahí mismo veía la distribuci­ón de drogas. Lo que hizo fue refugiarse en la religión.

—Sí —dice—, la religión me ayudó un poco, leía la biblia, hacía ejercicio, trataba de sobrevivir. Con todo y todo lo que me había pasado en prisión, todo lo que había sufrido, entonces decidí tener un camino derecho.

En 2003, al salir de la cárcel, el servicio de Migración lo deportó. Unos días estuvo en Tijuana, después en Mexicali. Entre los deportados había un coyote, quien le ayudó a cruzar la frontera y volver a Walla Walla.

Comenzó otras vez de cero, y fue cuando conoció a la mamá de sus hijas, y entonces cambió su vida. Incluso compraron una casa. Le recomendar­on ir a la Corte, al ayuntamien­to. “Limpia tu récord”, le dijeron, y fue. Gustavo quería dejar de ser uno de esos bad hombres a los que ahora se refiere el presidente Trump.

Y se apersonó en el ayuntamien­to y les dijo que había estado en prisión. Por todo ese tiempo, le dijeron, debía una cantidad de dinero. “Te cobran mil 200 dólares porque ese dinero se va al fondo para ayuda a las adicciones y todo eso”.

“Mi hijito, ya está usted aquí, échele ganas”, le dijo una ex patrona. Pasó el tiempo —cerca de 12 años— y volvió a tatuarse, ahora con los nombres de sus hijas, “porque son lo más valioso que tengo en la vida”.

Se lee en el tatuaje: “Hijas, desde que ustedes han estado en mi vida han estado en mi corazón, las quiero mucho y las amo”.

Y todo iba bien… En 2015 Gustavo quiso emprender su propio negocio de venta de pinturas, pero al iniciar los trámites algo sucedió. Los agentes del ICE ya lo habían ubicado y fueron tras él. “Ellos empiezan a seguir a la gente, toman fotos… Fue un sábado. Fue una fortuna que no estuvieran mis hijas”, dice. Y otra vez. —Otra vez se cae mi mundo, ¡pum! Otra vez al suelo. Pensé: “no es justo porque todo lo que hice, todo lo que pasé para tener otra nueva vida… ya pagué” —dice y enmudece, se le rasan los ojos y exhala —nadie lo podíamos creer, ni yo mismo, porque te digo, tenía yo 10, 12 años pagando impuestos y viviendo como… ayudando a la comunidad, haciendo cosas en la iglesia, hice clases de narcóticos anónimos, alcohólico­s anónimos, muchas cosas que me pidieron.

Por violar las leyes de Migración, por segunda vez, Gustavo Lavariega Diez estuvo preso por 2 años 3 meses.

Evoca: “El último día me dice el juez: ‘no, pues la verdad admiro lo que habías logrado, lo que habías hecho, pero así es la ley’”.

El 11 de octubre de 2016, tras cumplir su condena, Lavariega Diez llegó deportado a México.

Recibe apoyo económico de la Secretaría del Trabajo capitalina durante seis meses. Busca trabajo. Sabe que no es fácil.

Habla de sus hijas y cavila: “Sufrieron mucho. La más chica lloraba mucho. En la escuela dijo la verdad: ‘me acuerdo de mi papá’. ¡Cómo regresar el tiempo y no hacer lo que hice! Son las consecuenc­ias de lo que uno hace, ¿verdad?. Entonces, más que nada, no desanimarm­e, salir adelante. Afortunada­mente tengo el apoyo de mi familia, de mis amigos”. M

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Llegó a la Ciudad de México el 11 de octubre del año pasado y ahora busca trabajo. Sabe que no es fácil.

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