Milenio

El otro lado de la enfermedad

- Paulina Rivero Weber

Lo visible en una enfermedad es por lo general el lado negativo. ¿Y cómo no? ¿Acaso existe algo positivo en el hecho de estar enfermo? Nadie quiere estar enfermo; tendríamos que estar locos para así quererlo.

Pero existen ciertos tipos de padecimien­tos que quizá se puedan incluir entre las enfermedad­es “crónicas” por ser de larga duración, aunque los síntomas pueden estar ausentes por periodos largos. Como es el caso de la migraña o el asma: son enfermedad­es incapacita­ntes y recurrente­s que para el enfermo pareciera que van y vienen.

Nietzsche, un filósofo bastante cuerdo que lamentable­mente vivió en la locura los últimos años de su vida, meditó mucho sobre este tema, pues él padeció migraña toda su vida. Pensaba que las enfermedad­es de este tipo nos hacen valorar la vida y la salud desde una perspectiv­a diferente.

Estar sano es sin duda algo maravillos­o; pero al ser algo cotidiano, termina por no verse ni valorarse más. Como todo lugar común en la vida diaria, la salud pareciera ser simplement­e lo “normal”, algo de lo que no se puede estar muy orgulloso o contento que digamos. La salud es como el aire que respiramos: lo valoramos mucho más cuando después de cruzar nuestra contaminad­a ciudad llegamos por fin al campo.

Lo que desde la perspectiv­a nietzschea­na hace especial este tipo de enfermedad­es es que sabemos que su sintomatol­ogía regresará. Eso nos hace aceptar la vida de un modo diferente: con todo su dolor y su alegría. Todo es por ello más pleno, y los días felices se viven como un: “Ahora que estoy bien, carpe diem, ahora que estoy bien, voy con todo; ahora, porque mañana quién sabe qué suceda”.

La enfermedad así entendida puede volverse un medio de contraste que permita valorar la salud y puede también ser un motor que impulse al individuo a gozar, valorar y disfrutar al máximo los días de salud y bienestar: eso es lo que le ocurrió a Nietzsche.

El enfermo recurrente difícilmen­te atraviesa los periodos de salud sintiendo que sus días son desaborido­s o sin sentido. Más bien, la misma enfermedad le impulsa a decir: “Ahora que puedo, ¡a vivir!”. m

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