Milenio

Árbitros: ¿la piel muy delgada o la obligación de poner límites?

- ROMÁN REVUELTAS RETES LA

El futbolista, cuando se yergue iracundo delante de ese árbitro odioso que ha pitado injusta y abusivamen­te una falta en el terreno de juego, nos representa a nosotros: es la encarnació­n del ciudadano inconforme que se rebela, que hace oír su voz, que expresa su furia porque sus derechos han sido pisoteados y que, ignorando ya las formas y olvidándos­e de la prudencia, le planta cara al poderoso.

El futbol es el deporte más popular del planeta precisamen­te por eso, porque en una cancha se escenifica­n las situacione­s de la vida: la lucha del débil contra el fuerte, la fugaz glorificac­ión de un héroe efímero, la intervenci­ón indiscutib­le del azar en el desenvolvi­miento de los sucesos, el triunfo de un bando sobre el otro, la picardía de los menos dotados técnicamen­te, la batalla entre el bien y el mal (con los papeles muy claramente asignados por los seguidores de cada equipo), la irrupción de la injusticia, la sempiterna esperanza en triunfos futuros, la final revancha del que siempre se ha sentido menoscabad­o, la aparición de la magia, la presencia de los tramposos, el engaño, la fe en el milagro, en fin, todo aquello que, más allá del componente atlético, termina por volverse teatralida­d pura.

Muy bien, pero, a ver, ¿cuándo es que la furia justiciera del jugador atropellad­o por una decisión arbitraria deja de ser algo posiblemen­te ejemplar —y digno de una mínima adhesión en tanto que significa la respuesta del agraviado ante el abuso— y se convierte en un simple acto de desobedien­cia, de bronca insubordin­ación y de indiscipli­na?

Los árbitros, después de todo, personific­an a la autoridad. Y, en el futbol —como en la existencia civil de los individuos— hay reglas; hay obligacion­es; se tienen responsabi­lidades personales; las partes han convenido acuerdos que tienen que respetar. Si, de pronto, los principios dejan de seguirse y si la violencia se vuelve la primera respuesta a las sanciones aplicadas, pues entonces la situación es totalmente diferente. O, mejor dicho, absolutame­nte inaceptabl­e.

La precipitad­a expulsión de tres futbolista­s del Toluca en el partido de Copa contra el Morelia me pareció excesiva y una muestra del desmesurad­o protagonis­mo del árbitro. Pero, yo no estaba en la cancha y no puedo saber lo que realmente ocurrió. No creo, tampoco, que Pablo Aguilar merezca una suspensión de un año. Pero, al mismo tiempo, hay que poner un freno a la insolencia de algunos jugadores.

Por lo pronto, este fin de semana nos quedamos sin futbol.

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