Árbitros: ¿la piel muy delgada o la obligación de poner límites?
El futbolista, cuando se yergue iracundo delante de ese árbitro odioso que ha pitado injusta y abusivamente una falta en el terreno de juego, nos representa a nosotros: es la encarnación del ciudadano inconforme que se rebela, que hace oír su voz, que expresa su furia porque sus derechos han sido pisoteados y que, ignorando ya las formas y olvidándose de la prudencia, le planta cara al poderoso.
El futbol es el deporte más popular del planeta precisamente por eso, porque en una cancha se escenifican las situaciones de la vida: la lucha del débil contra el fuerte, la fugaz glorificación de un héroe efímero, la intervención indiscutible del azar en el desenvolvimiento de los sucesos, el triunfo de un bando sobre el otro, la picardía de los menos dotados técnicamente, la batalla entre el bien y el mal (con los papeles muy claramente asignados por los seguidores de cada equipo), la irrupción de la injusticia, la sempiterna esperanza en triunfos futuros, la final revancha del que siempre se ha sentido menoscabado, la aparición de la magia, la presencia de los tramposos, el engaño, la fe en el milagro, en fin, todo aquello que, más allá del componente atlético, termina por volverse teatralidad pura.
Muy bien, pero, a ver, ¿cuándo es que la furia justiciera del jugador atropellado por una decisión arbitraria deja de ser algo posiblemente ejemplar —y digno de una mínima adhesión en tanto que significa la respuesta del agraviado ante el abuso— y se convierte en un simple acto de desobediencia, de bronca insubordinación y de indisciplina?
Los árbitros, después de todo, personifican a la autoridad. Y, en el futbol —como en la existencia civil de los individuos— hay reglas; hay obligaciones; se tienen responsabilidades personales; las partes han convenido acuerdos que tienen que respetar. Si, de pronto, los principios dejan de seguirse y si la violencia se vuelve la primera respuesta a las sanciones aplicadas, pues entonces la situación es totalmente diferente. O, mejor dicho, absolutamente inaceptable.
La precipitada expulsión de tres futbolistas del Toluca en el partido de Copa contra el Morelia me pareció excesiva y una muestra del desmesurado protagonismo del árbitro. Pero, yo no estaba en la cancha y no puedo saber lo que realmente ocurrió. No creo, tampoco, que Pablo Aguilar merezca una suspensión de un año. Pero, al mismo tiempo, hay que poner un freno a la insolencia de algunos jugadores.
Por lo pronto, este fin de semana nos quedamos sin futbol.