¡Si pudieran hablar los caídos!
En cualquier país que aprecie y respete la libertad, que busque la verdad y que quiera vivir en la justicia, ninguna institución pública debe quedar fuera del escrutinio ciudadano. Solamente la revisión constante y el enérgico reclamo de los gobernados pueden poner freno al ejercicio indebido del poder en sus distintos ámbitos y manifestaciones.
Sin embargo, es exigencia ética que toda crítica o acusación estén sustentadas, que sean ciertos los hechos que justifiquen el reproche.
Lamentablemente la vida política nacional se ve salpicada constantemente —como parte de la corrupción— por todo tipo de infundios que buscan descalificar al contrario y tomar ventaja personal o de grupo. En la disputa por los espacios de gobierno todo se vale, no hay límite, reina la impunidad. Y peor cuando subyacen el odio y la ambición enfermiza. Este proceder cubre, como tolvanera, el paisaje de México.
A los graves y frecuentes agravios que padece la población por los excesos de muchos que detentan cargos públicos, debemos añadir el golpeteo alevoso y cobarde dirigido a minar la fuerza y capacidad de servicio de las instituciones del Estado. Esto no conviene a la democracia, impide la convivencia civilizada y obstaculiza el progreso social.
En ese submundo destaca la conducta abominable de quien, obsesionado por la Presidencia, no pierde ocasión para calificar de ¡asesinas! a nuestras fuerzas armadas. Ora a la Marina, ora al Ejército, sin olvidar ¡claro! a los ejecutivos federales durante los últimos 18 años.
Está probado que el Ejército y la Marina han llevado a prisión y condenado en juicio, con mayor prontitud y dureza que los tribunales civiles —ahora dotados de competencia—, a los elementos de esas corporaciones contra los que se han acreditado delitos. Por eso, aprovechar su promoción personal en Nueva York para imputar desde ahí, públicamente, al Ejército y al titular del Ejecutivo federal el artero crimen de Ayotzinapa es una calumnia cobarde. Lo primero, por no ser la verdad, ni aportar pruebas; lo segundo, porque al exigírsele que justifique su acusación rápidamente contesta que lo están provocando, que él tiene “autoridad moral”, se presenta como víctima de un “compló” y evade toda responsabilidad con gracejadas que se festeja con risita de tartufo. Algunas preguntas: 1. ¿Alguien, con honestidad intelectual, le puede creer su “república amorosa”?
2. Si llegara el momento, ¿tendrá la desvergüenza de considerarse comandante supremo de esas fuerzas armadas asesinas? ¿Las perdonará o les pedirá perdón?
3. ¿El honor militar olvidará y pasará por alto, sin más ni más, esas imputaciones obscenas?
¡SI PUDIERAN HABLAR LOS CAÍDOS! Si yo fuera soldado, jamás sería ése mi comandante supremo, antes dejaría la milicia. M