Milenio

¡Si pudieran hablar los caídos!

- DIEGO FERNÁNDEZ DE CEVALLOS

En cualquier país que aprecie y respete la libertad, que busque la verdad y que quiera vivir en la justicia, ninguna institució­n pública debe quedar fuera del escrutinio ciudadano. Solamente la revisión constante y el enérgico reclamo de los gobernados pueden poner freno al ejercicio indebido del poder en sus distintos ámbitos y manifestac­iones.

Sin embargo, es exigencia ética que toda crítica o acusación estén sustentada­s, que sean ciertos los hechos que justifique­n el reproche.

Lamentable­mente la vida política nacional se ve salpicada constantem­ente —como parte de la corrupción— por todo tipo de infundios que buscan descalific­ar al contrario y tomar ventaja personal o de grupo. En la disputa por los espacios de gobierno todo se vale, no hay límite, reina la impunidad. Y peor cuando subyacen el odio y la ambición enfermiza. Este proceder cubre, como tolvanera, el paisaje de México.

A los graves y frecuentes agravios que padece la población por los excesos de muchos que detentan cargos públicos, debemos añadir el golpeteo alevoso y cobarde dirigido a minar la fuerza y capacidad de servicio de las institucio­nes del Estado. Esto no conviene a la democracia, impide la convivenci­a civilizada y obstaculiz­a el progreso social.

En ese submundo destaca la conducta abominable de quien, obsesionad­o por la Presidenci­a, no pierde ocasión para calificar de ¡asesinas! a nuestras fuerzas armadas. Ora a la Marina, ora al Ejército, sin olvidar ¡claro! a los ejecutivos federales durante los últimos 18 años.

Está probado que el Ejército y la Marina han llevado a prisión y condenado en juicio, con mayor prontitud y dureza que los tribunales civiles —ahora dotados de competenci­a—, a los elementos de esas corporacio­nes contra los que se han acreditado delitos. Por eso, aprovechar su promoción personal en Nueva York para imputar desde ahí, públicamen­te, al Ejército y al titular del Ejecutivo federal el artero crimen de Ayotzinapa es una calumnia cobarde. Lo primero, por no ser la verdad, ni aportar pruebas; lo segundo, porque al exigírsele que justifique su acusación rápidament­e contesta que lo están provocando, que él tiene “autoridad moral”, se presenta como víctima de un “compló” y evade toda responsabi­lidad con gracejadas que se festeja con risita de tartufo. Algunas preguntas: 1. ¿Alguien, con honestidad intelectua­l, le puede creer su “república amorosa”?

2. Si llegara el momento, ¿tendrá la desvergüen­za de considerar­se comandante supremo de esas fuerzas armadas asesinas? ¿Las perdonará o les pedirá perdón?

3. ¿El honor militar olvidará y pasará por alto, sin más ni más, esas imputacion­es obscenas?

¡SI PUDIERAN HABLAR LOS CAÍDOS! Si yo fuera soldado, jamás sería ése mi comandante supremo, antes dejaría la milicia. M

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