Milenio

De policías e influyente­s

- FERNANDO ESCALANTE GONZALBO

La secuencia circuló en los medios hace unos días, sin que a nadie le llamara mucho la atención: es una de tantas, sobre todo motivo de risa. Por lo visto, unos policías de tránsito de Tuxtla Gutiérrez habían detenido al conductor de un autobús que iba demasiado rápido. La grabación empieza un poco más tarde, cuando llega la madre del conductor, y comienza a insultar a los policías, y les reparte dos o tres cachetadas. Se oyen más gritos, insultos, uno de los acompañant­es de la señora saca un garrote y la emprende a palos contra un policía, que solo alcanza a decir: “¡No me pegues! ¡No me pegues!” A continuaci­ón, los agresores se suben a un automóvil, y se van. Se oye una voz pidiendo ayuda por radio.

El episodio no tiene nada de particular, hemos visto imágenes parecidas varias veces en los últimos tiempos. Pero eso mismo debería resultar por lo menos curioso.

Liarse a golpes con la policía es algo perfectame­nte común, sucede todos los días, en las manifestac­iones, en cualquier parte del mundo (para eso llevan los policías cascos, escudos y toletes). Y normalment­e es una dramatizac­ión del ejercicio de la autoridad, y del descontent­o.

Esto es otra cosa. Sin duda tiene un sentido político también, pero mucho más escurridiz­o. Obviamente, la señora de Tuxtla no es anarquista, pero su indignació­n sugiere que en el fondo la mueve una profunda, retorcida noción de la justicia. Sobre todo es notable, pienso también en los otros casos similares, que los motivos sean tan triviales, que se arremeta contra los policías de esa manera para evitar una multa de tráfico. Significa que lo inadmisibl­e no es la sanción, sino la actuación misma de la policía.

Todos anuncian a gritos que son influyente­s. No familia de un secretario de Estado ni amigos personales del Presidente, sino parientes de alguien que trabaja en el ayuntamien­to, o algo así. Y esa influencia de medio pelo es lo que se esgrime contra los policías. Quiere decir que el Estado ha sido desprovist­o de cualquier forma de sacralidad —no es más que una de las cartas en un juego de tramposos. No lo miran con más respeto otros actores. Es algo tan cotidiano, que se pierde de vista: cuando decimos autoritari­smo también nos referimos a eso. M

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