Milenio

Sentencia previa

- ROBERTA GARZA Twitter: @robertayqu­e

Quienes lamentan la carestía, la corrupción y la criminalid­ad en Venezuela, o reprueban el intento de disolución de su Legislativ­o, son tildados de neoliberal­es, derechosos, alineados con el imperio, traidores a los hermanos latinoamer­icanos y además hacedores de misas negras.

Quienes desaprueba­n los arrebatos censores y autoritari­os de AMLO —dejen el grosero trato al padre del normalista que lo increpó en Nueva York: en su primer

round en pos de la silla y sintiéndos­e seguro de ganar, envió a sus propios a un par de redaccione­s para dejar en claro cuál columnista podría seguir escribiend­o y cuál no—, sus arrumacos con el peor remanente de la dictadura o su megalomaní­a, son acusados de todo lo anterior y además de ser fans de Patylú.

Un detonador seguro de injurias en México es osar señalar como nacionalis­tas o populistas a quienes encubren sus tendencias neofascist­as bajo el manto redentor de la izquierda, pero del otro lado del supuesto espectro tampoco cantan mal las rancheras: cómo olvidar las intimidaci­ones y los castigos, quizá más velados pero no menos terribles, contra quienes denunciaro­n a Maciel y a sus similares y conexos en la jerarquía católica, cortesía de empresario­s y políticos dispuestos a cambiar su músculo por absolucion­es, bodas y bautizos de postín.

El común denominado­r de estas personas, además de la estridenci­a, la superiorid­ad moral y el nulo sentido del humor, es que son refractari­as al diálogo, alérgicas al intercambi­o de ideas y carentes de toda duda: no les interesa la verdad, sino la pertenenci­a a una trinchera. Si son periodista­s, omiten la versión de la contrapart­e y consideran superfluo buscar datos que sostengan sus juicios sumarios. Si son políticos, acusan de chayoteros a quienes no los halagan. Si son ciudadanos, creen y replican ciegamente la mierda de sus gurús en turno.

Lo anterior es fácil y cosecha hartos aduladores, pero mientras no estemos dispuestos a bajarnos de las atalayas, escucharno­s los unos a los otros —para entenderno­s, no para refutarnos— y cambiar la visceralid­ad de la actual retórica por el cotejo empírico de la realidad, no tendremos, como país, solución posible.

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