Sentencia previa
Quienes lamentan la carestía, la corrupción y la criminalidad en Venezuela, o reprueban el intento de disolución de su Legislativo, son tildados de neoliberales, derechosos, alineados con el imperio, traidores a los hermanos latinoamericanos y además hacedores de misas negras.
Quienes desaprueban los arrebatos censores y autoritarios de AMLO —dejen el grosero trato al padre del normalista que lo increpó en Nueva York: en su primer
round en pos de la silla y sintiéndose seguro de ganar, envió a sus propios a un par de redacciones para dejar en claro cuál columnista podría seguir escribiendo y cuál no—, sus arrumacos con el peor remanente de la dictadura o su megalomanía, son acusados de todo lo anterior y además de ser fans de Patylú.
Un detonador seguro de injurias en México es osar señalar como nacionalistas o populistas a quienes encubren sus tendencias neofascistas bajo el manto redentor de la izquierda, pero del otro lado del supuesto espectro tampoco cantan mal las rancheras: cómo olvidar las intimidaciones y los castigos, quizá más velados pero no menos terribles, contra quienes denunciaron a Maciel y a sus similares y conexos en la jerarquía católica, cortesía de empresarios y políticos dispuestos a cambiar su músculo por absoluciones, bodas y bautizos de postín.
El común denominador de estas personas, además de la estridencia, la superioridad moral y el nulo sentido del humor, es que son refractarias al diálogo, alérgicas al intercambio de ideas y carentes de toda duda: no les interesa la verdad, sino la pertenencia a una trinchera. Si son periodistas, omiten la versión de la contraparte y consideran superfluo buscar datos que sostengan sus juicios sumarios. Si son políticos, acusan de chayoteros a quienes no los halagan. Si son ciudadanos, creen y replican ciegamente la mierda de sus gurús en turno.
Lo anterior es fácil y cosecha hartos aduladores, pero mientras no estemos dispuestos a bajarnos de las atalayas, escucharnos los unos a los otros —para entendernos, no para refutarnos— y cambiar la visceralidad de la actual retórica por el cotejo empírico de la realidad, no tendremos, como país, solución posible.