Milenio

FAMILIA FRACTURADA SE UNE... SOLO POR SKYPE

Tener las placas de su auto vencidas le costó a Hugo su deportació­n en 2012; su esposa Cecilia y sus cinco hijos quedaron solos en EU y ahora las videollama­das son la única manera de estar juntos, aunque sea unos minutos

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Las deportacio­nes de migrantes provocan que las familias mexicanas se fracturen, se dividan. Unos, los que pueden, los que se libran de los agentes de ICE, permanecen en Estados Unidos (sobre todo los hijos). Otros, obligados, expulsados, tienen que volver a México. No es algo nuevo, pero hay temor de que esto se acentúe con los políticas antimigran­tes del presidente Donald Trump.

Son las familias videollama­das. Las familias Skype… Una historia. Hace cinco años, el esposo de Cecilia García fue deportado a México. Desde entonces ella se hace cargo de cinco hijos de entre 10 y 19 años de edad, dos trabajos, y una hipoteca mensual de mil 500 dólares.

Su esposo, Hugo González, fue repatriado el 20 de octubre de 2012. Él no es un bad hombre; fue detenido… por tener las placas de su vehículo vencidas. Vivió durante 14 años en esta ciudad y, tras su deportació­n, tuvo que refugiarse en la frontera con Tijuana, donde hoy renta un apartament­o de 45 metros cuadrados y trabaja de mecánico. Un empleo que aprendió de joven, por el cual le pagan apenas mil pesos a la semana.

Cecilia García tiene 42 años. Es de piel blanca. Rostro delgado, pómulos altos y rosados y cabello negro y largo. Sus ojos son oscuros, y aunque es ciudadana estadunide­nse, sus padres fueron dos inmigrante­s mexicanos.

Nos recibe en su casa, al oeste de Chicago. Es un barrio típico estadunide­nse, con amplias calles, arboles en las banquetas y casas en hilera que parecen copiadas y pegadas cada cuatro metros. Su hogar tiene dos niveles, una amplia sala, un comedor y las habitacion­es suficiente­s para alojar a toda su familia. Una casa que en México difícilmen­te podría haber solventado. Nos atiende en la cocina y llama a sus cinco hijos para que los conozcamos.

Mientras los chicos se acercan, ella cuenta: “Cuando mi esposo fue deportado me convertí en padre y madre. No ha sido sencillo, tengo dos trabajos. De 9 am a 1 pm soy coordinado­ra de padres en una primaria y de 1:30 pm a 6:30 de la noche, asistente de un doctor”.

Desde la deportació­n de su esposo ha hecho de todo para volver a unir a su familia. La frontera, confiesa, no se ha vuelto un obstáculo, sino más bien un reto que librar, eso sí, lleno de sufrimient­os. “Él ha intentado varias veces entrar de nuevo. Hace un año mi esposo buscó a un pollero, le cobró 500 dólares solo por ayudarlo a cruzar el río. Una vez en la balsa lo abandonó. Caminó durante tres días en busca de la Border Patrol, pero en el camino lo detuvieron y lo regresaron”.

Tras ese intento fallido, Hugo tendrá que esperar al menos 10 años más, pues de ser detenido otra vez podría pasar hasta tres años de prisión.

El asilo humanitari­o e incluso el matrimonio son otras de las formas en que la familia García ha intentado reencontra­rse. En julio de 2015 el muro fronterizo que divide Tijuana, en México, y San Diego, en Estados Unidos, se convirtió en escenario de una boda religiosa y civil celebrada por la pareja.

Cecilia y Hugo se juraron amor eterno en el emblemátic­o Parque de la Amistad, área binacional que se extiende a ambos lados de la frontera y que divide las ciudades con un muro de hierro.

Aquel acto de amor tampoco funcionó. “Ese día otras cinco mujeres de la organizaci­ón Family Reunificat­ion intentamos traer a nuestros esposos a Estados Unidos dándoles nuestra naturaliza­ción, pero no lo logramos”.

Recuerda que fue un acto aislado al que no asistieron sus padres y mucho menos sus hijos. “De nada sirvió. Nuestra familia sigue fracturada, nos dijeron que no procedía porque nuestros esposos habían cometido delitos que ponían en riesgo a los ciudadanos de EU”. No traer placas en el coche amenaza a Estados Unidos.

Tras la deportació­n, Hugo viajó a su natal Aguascalie­ntes. Ahí vivió algunos meses junto a la poca familia que le queda, pero la desesperac­ión de no ver a esposa e hijos y los bajos salarios lo llevaron a mudarse a la frontera en Tijuana, donde hoy convive con veteranos de guerra de origen mexicano que fueron repatriado­s tras luchar en Irak y Afganistán.

Justo cuando Cecilia comienza a llorar de rabia e impotencia, la computador­a que tiene a un costado lanza una alerta. Es una videollama­da. Ella se toma unos segundos, inhala, se seca las lágrimas y contesta. Inmediatam­ente sus hijos se acercan a la computador­a y todos saludan al mismo tiempo. Es Hugo, su padre, a quien habitualme­nte solo ven a través de una pantalla gracias al Skype.

Los tres minutos que dura la conversaci­ón hablan en inglés. Los cinco niños no saben español. Hacen señas, sonríen y se dicen lo mucho que se aman y extrañan. De pronto, del otro lado de la cámara se hacen presentes decenas de hombres. Hugo se encuentra en una reunión de repatriado­s donde comparten anécdotas, hacen llamadas a sus familias en Estados Unidos y beben un poco para distraerse de lo difícil que es estar lejos de casa.

Una vez que termina la llamada, los dos niños y tres niñas regresan a sus habitacion­es. Mientras ellos se marchan, Cecilia suspira y retoma la conversaci­ón con nosotros: “Ellos son los que más han sufrido. Es irónico, el gobierno que los separó de su padre es el mismo que me dice que soy una mala madre. Dicen que no estoy con ellos y que no cuido su comportami­ento. ¿Cómo quieren que haga todo eso si tengo que trabajar el doble para poderlos mantener?”. Instalarse en México ya no es una opción. Cecilia se siente orgullosa de ser latina y dice amar la patria de sus padres, pero sabe que en México sus hijos no podrán tener la misma vida.

“No voy a llevar a mi familia a un lugar donde no hay recursos, donde los estudios de mis hijos no está garantizad­os porque no hablan español. Qué van a hacer allá, ¿marginarse?”, se pregunta. México les es ajeno ya.

La rutina de la familia García sin el padre ya no es la misma desde hace cinco años. Para Cecilia es un lujo dormir ocho horas.

Son las 8 de la noche, es hora de la cena. Y en lugar de llegar a descansar, debe dar el alimento a su familia. Después de la cena es momento de revisar las tareas.

Faltan cinco años para que termine la sanción de una década interpuest­a a Hugo. Llegada la fecha, la mujer solicitará nuevamente el reingreso al país de su esposo, con la esperanza de que la familia vuelva a estar unida en suelo norteameri­cano. Mientras tanto, son una familia más de migrantes fracturada. Una familia Skype. M

“Hace un año mi esposo buscó a un pollero; le cobró 500 dólares, pero lo abandonó en el río”

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En julio de 2015 Hugo y Cecilia se casaron en el muro que divide Tijuana y San Diego, en busca de la naturaliza­ción de Hugo, pero fue inútil.

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