Milenio

La mujer frente a la (in)justicia

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La violencia contra la mujer persiste implacable­mente. Desde las microagres­iones cotidianas en la calle, el transporte público, o la oficina, hasta la violencia física, sexual y el feminicidi­o, esta violencia permea todos los ámbitos de la vida pública y privada: se da en las relaciones familiares y de pareja, en escuelas, el medio laboral, la política, en las iglesias, en los servicios que presta el Estado. Las estadístic­as dan cuenta de cifras alarmantes de mujeres agredidas por personas cercanas a su entorno; del mayor riesgo que tienen las mujeres maltratada­s de contraer VIH/ sida, y de la concepción que aún se tiene de que la violencia contra la mujer en el ámbito familiar es un asunto privado.

Las razones que dan origen a esta violencia siguen profundame­nte arraigadas en la sociedad y en las relaciones de poder que esta reproduce. Los estereotip­os que la alimentan se transmiten de generación en generación a través de los roles que la sociedad asigna a hombres y mujeres, y se reflejan en toda la estructura social. En este sentido, una de las facetas más peligrosas de la violencia de género es la discrimina­ción que de manera directa o indirecta permea a las leyes y al ámbito mismo de la impartició­n de justicia, lo cual produce que cuando las mujeres deciden iniciar un proceso judicial para defenderse de los abusos, lejos de obtener la reparación que buscan, muchas veces terminan siendo revictimiz­adas.

Por ello, es imperativo que sea en los tribunales, cuando las mujeres acuden a pedir justicia, donde se rompa este círculo pernicioso; que sea desde el sistema judicial que se tomen las medidas necesarias para reparar efectivame­nte los daños y procurar que no se perpetúen las causas de la discrimina­ción.

Para que esto sea posible, los jueces deben poder identifica­r y cuestionar la manera en que los estereotip­os juegan un papel en las controvers­ias sometidas a su considerac­ión. A esto se le llama juzgar con perspectiv­a de género e implica que en todos los juicios en los que estén de por medio los derechos de las mujeres, los jueces deben analizar la ley, los hechos y las pruebas a través de un prisma que les permita advertir las desventaja­s producidas por la desigualda­d estructura­l, para estar en aptitud de eliminar las barreras y obstáculos que la producen. De esta forma, al evaluar cada caso concreto, los jueces están obligados a leer e interpreta­r los hechos y valorar las pruebas sin estereotip­os discrimina­torios y a tomar medidas para que éstos no impidan el goce efectivo de los derechos.

El desarrollo jurisprude­ncial en esta materia ha sido importante. La Suprema Corte ha emitido criterios jurisdicci­onales obligatori­os, ha dictado sentencias en las que la perspectiv­a de género ha sido crucial para visibiliza­r, por ejemplo, el valor del trabajo doméstico, las implicacio­nes detrás de la costumbre de anteponer el apellido del hombre al de la mujer, o la necesidad de que prevalezca una visión de género en las investigac­iones sobre feminicidi­o. Pero, lamentable­mente, estos esfuerzos no han permeado al actuar cotidiano de los jueces y con ello la rama judicial ha incumplido su deber de contribuir al nuevo paradigma que se necesita para lograr la igualdad real, sustantiva, entre hombres y mujeres. Esta situación es insostenib­le; se requiere un cambio urgente.

Juzgar con perspectiv­a de género no es opcional. Es una exigencia constituci­onal de cuyo cumplimien­to depende que el sistema judicial pueda responder adecuadame­nte a las demandas de justicia de las mujeres, pero que además permitirá ir incidiendo en la actuación de legislador­es, autoridade­s y, eventualme­nte —al menos esa es mi esperanza—, en el imaginario colectivo, de manera que llegue el día en que las mujeres puedan ocupar con toda plenitud el lugar que les correspond­e en la sociedad, en la política, en los negocios y en el hogar, libres de miedo de andar por las calles, libres de culpa por sus elecciones de vida, libres de la presión de conformars­e a un modelo ideal, fuera del cual corren el riesgo de ser etiquetada­s por ser menos que perfectas.

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Las estadístic­as revelan cifras alarmantes de mujeres agredidas por personas cercanas.
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