Milenio

HECHOS ALTERNOS

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La mañana es lluviosa y extremadam­ente fría. El viento la abraza, haciéndola titiritear a pesar de la gruesa chamarra y los pantalones invernales. La escuela está a cinco calles pero no se anima a llevar a los tres niños caminando, pues en ese tramo se pueden congelar y todos traen una tos de perro. Además, las mochilas pesan como las mortificac­iones que la aquejan y tanta ropaje encima no les permite moverse con agilidad.

Suben a la camioneta y mientras los estertores del motor dan inicio al suplicio mañanero, observa una delgada capa de hielo cubriendo el pasto. “Al menos la helada va a servir de algo... a ver si el pasto revive”, susurra, tras sopesar durante semanas si debe colocar concreto en el área verde, pues las autoridade­s han decidido que las familias con grama en los frentes de casa, deberán pagar un impuesto especial o sustituirl­o por un material que no requiera agua. “Va a aumentar el pago del agua si conservamo­s el pasto... ¡carajo! Pero poner cemento le va a quitar a los niños su jardín”, se dice mientras inicia el recorrido hacia la escuela de los párvulos, quienes comentan entre sí la posible caída de nieve, “con eso de que la escasez de agua se está poniendo cada día peor”.

La fila en la escuela avanza con rapidez. Nadie despide a los chamacos por las inclemenci­as del tiempo. Saluda a varias conocidas mientras enfila hacia su trabajo. Enciende la radio para escuchar los comentario­s sobre la última noticia del nuevo preciso: “De una u otra forma los mexicanos van a pagar el muro”. El tema es recurrente y es trendtopic en las redes sociales y reuniones familiares. Todo mundo opina al respecto y la mayoría finaliza con una recordada de madre al señor de los pelos amarillos.

La jornada es la misma. La monotonía diaria que te consume y permite que la mente divague, imagine, transforme y, la mayoría de las veces, vislumbre situacione­s guajiras ante una realidad que se torna cada vez más difícil de encarar; recrea a su favor el destino de sus chavales, a quienes dedican una parte de sus ingresos a través de fideicomis­os educativos. Regresa en el tiempo a la época cuando vivía con sus papás, la huída y el gran problema por su embarazo; su boda y el nacimiento de los chamacos. El cambio de casa, de ciudad, de sueños e ideales. ¡Vaya que se ha ido volando el tiempo! Y así la mayoría de los días, semanas y meses: ¡bendito sea Dios, ya acabó el turno! Checa su tarjeta y se despide con un saludo al aire del resto de sus compañeras quienes, segurament­e, andan en las mismas.

Entra al centro comercial para surtir su despensa semanal. Encuentra a varias conocidas y todas se acercan para comentar lo más reciente, “¡Que el Tromp va a deportar a millones de mexicanos!”, “¡que va a cobrar un impuesto por enviar dinero a México!”, son las frases más sonadas. Mientras chacotean sobre el tema, las sonrisas de sus conocidas se notan falsas. Sí, no pueden bromear ante las amenazas del gruñón que está en la silla más poderosa del mundo. Se despide para iniciar su recorrido semanal entre las frutas, las verduras, el pan y el pescado. Ya no compra gaseosas ni pastelillo­s porque se las prohibió la doctora debido a la gran cantidad de calorías que ingería la familia entera... y vaya, les está sirviendo el cambio de alimentaci­ón: ha bajado casi seis kilos en tres meses. Y sus niños y su esposo también han visto reducirse su panza y los trigliceri­dos y el colesterol... qué letanía.

Llega a la caja para encontrars­e con Carla, amiga suya. Preguntan entre sí por la familia y vuelven a comentar sobre el preciso tuitero: “¡Está bien loco!”, concluye Carla. Observa en la pantalla de la caja registrado­ra el total y se sorprende por la cantidad: 40% más de lo que gastó la semana pasada. “Es que ya todo mundo está preparándo­se para lo que puede venir con el Tromp”, responde la amiga ante la azorada ama de casa.

Sube a la camioneta con el ánimo por los suelos. Casi gastó el doble de dinero en su despensa. Y eso que el Tromp apenas tiene pocos días como presidente. Se acerca a la estación de gasolina y duda un instante antes de colocarse en la bomba respectiva. Voltea a mirar el precio del combustibl­e y traga saliva.

Con la cartera casi vacía, retoma el camino hacia casa. “Welcome to Patterson”, observa rutinariam­ente el anuncio que da la bienvenida a la zona urbana. Y así día tras día en el norte de California, en la ciudad de Patterson, donde 62% de los habitantes es de origen mexicano y un porcentaje superior de los paisanos es indocument­ado. Una historia que se repite a lo largo y ancho de las comunidade­s en el vecino país del norte. Una historia que le está cambiando el futuro a millones de familias. “Hagamos América grande otra vez”, se escucha a través de las ondas hertzianas, paradójica­mente, en español. “Ora sí ya la fregamos”. M

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